25 abr. 2024

Judas y el Presupuesto

Luis Bareiro – @LuisBareiro

En uno de sus cuentos inmortales, el irrepetible Jorge Luis Borges imaginó una secta creada en torno a la figura del apóstol que traicionó a Jesús: Judas, el hombre más aborrecido de la historia. El bardo argentino le dio un giro brillante a la narrativa bíblica arguyendo la necesidad de ese felón para cerrar la trama sagrada. Alguien debía cargar con la responsabilidad oprobiosa de entregar al Cristo; y Judas, a sabiendas de los acontecimientos por venir, aceptó humildemente ese rol, el del villano definitivo. Consumado el drama y fiel al guion preconcebido, arrojó al suelo las treinta monedas y se colgó. Un verdadero soldado de la causa.

Curiosamente, esa interpretación lírica del rol de Judas la recordé varias veces como cronista de esta lenta, penosa y a menudo díscola construcción de la República. En esta tarea titánica que tenemos como sociedad de reinventar un Estado que funcione, siempre habrá roles indeseables, cargos en los que indefectiblemente el titular de turno se convertirá en villano.

Siendo el nuestro un Estado mal parido, montado más para repartir cargos públicos a correligionarios, parientes y amigos que para solucionar los problemas de la gente, ningún rol resulta más pasible de broncas que el del ministro de Hacienda. Se trata nada menos que del maldito recaudador de los denarios, pero también de quien debe obrar el milagro de multiplicar ese tributo como panes y vino, para que todos coman y beban, los que se lo merecen y los que no.

Solo que en la economía no hay milagros. El dinero nunca es suficiente y para colmo está pésimamente distribuido. Si a eso le sumamos que no todos aportan los denarios que corresponden o que algunos aportan mucho y otros nada, tenemos montado el escenario perfecto para que unos y otros clamen a gritos la crucifixión del ministro de turno.

El problema es bastante más complejo de lo que algunos suponen.

Hoy tenemos en la misma nómina pública a docentes universitarios que ganan poco más de 800.000 guaraníes mensuales por cátedra, menos que un estibador de puerto; gerentes de fotocopias en el Congreso con más de 20 millones de guaraníes; maestros de escuela con menos del mínimo legal por turno; directores de hospitales públicos con cinco millones de guaraníes y políticos en las binacionales con más de cien millones. Y todos blindados con leyes que sacralizan presuntos derechos adquiridos, contratos colectivos delirantes y furiosos sindicatos dispuestos a paralizar al país ante cualquier intento de cambio.

Esa nómina anárquica de salarios se come casi toda la recaudación. Quedan al margen, como si no fueran la razón de ser del Estado, las necesidades inconmensurables de salud, educación, seguridad y obras públicas de los contribuyentes.

Así, cada vez que muere un paciente por falta de terapia intensiva o un docente no llega a fin de mes porque cobra una miseria o un periódico publica la nueva mansión de algún burócrata en Itaipú, elevamos nuestros gritos al cielo, y con el puño cerrado exigimos un Judas a quién colgar.

Por supuesto que el ajusticiamiento no será jamás un epílogo. Este no es un relato bíblico con finales místicos. Tampoco podemos rezar por un diluvio depurador. La única salida es para adelante.

Necesitamos trazar una raya en el tiempo y empezar de cero. Hasta aquí, estas fueron las reglas y quienes se colaron con ellas morirán con ellas.

Desde ahora, quienes entren al Estado deben hacerlo con otras reglas, con otros criterios para establecer el salario y su contratación debe responder a otros fines. Y eso debe incluir a todas las instituciones, desde el Congreso y sus gerentes de fotocopia hasta la Universidad Nacional y sus buenos docentes y sus claques malditas.

¿Cómo hacemos eso? Como lo hacemos siempre; copiemos. No somos el primer país ni seremos el último que tome la decisión de cambiar. Por supuesto que no será fácil. Pero solo nos queda hacer el intento o seguir con el entretenimiento lúdico de buscar un Judas cada vez que debamos definir el presupuesto. No es de extrañar que al presidente le cueste tanto encontrar un sustituto para su hermano. Se miran al espejo y se preguntan: ¿Seré yo, Señor?

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