04 may. 2024

Juan Marsé y las máscaras

Blas Brítez

Maruja está convaleciente. Se cayó de unas escaleras y se golpeó la cabeza, con inusitada fuerza. Su amor de empleada doméstica de un acomodado barrio catalán palidece como su vida. Tiene dieciocho años, pobre chica de hospicio que, de repente, parece sacada de una patética tristeza de Dostoievski. Enferma de posguerra civil, el mundo detrás de las ventanas rejuvenece, pero Maruja se muere. Manolo es un novio afligido al pie de su lecho. No simula angustia, pero le importa más el encanto de la rubia Teresa, antes que la enfermedad de la morena Maruja.

Aquella es una universitaria progresista de familia rica que, en bares sofisticados, le habla a Manolo de teatro, buscando en su extracción periférica algún tipo de complicidad o una oportunidad para ejercer su propia condescendencia ilustrada. “¿Conoces a Brecht?”, pregunta Teresa en medio de su discurso intelectual. “Sigue, sigue”, elude él como si hubiera leído al dramaturgo y, a la vez, fuera un personaje de La ópera de dos centavos, materializado frente a la mujer.

Ambos están en la Barcelona de 1956 y beben alcohol mientras Maruja, quien labora en la casa de Teresa, se va apagando. El ladrón de motos del violento extrarradio poco después ya no piensa en ella. Aunque se va prendando de Teresa, tampoco le gusta que ella lo confunda con un obrero. “¿Yo en una fábrica? ¡Ni que me maten!”, se queja. Él es más bien un mutante, un desarraigado que se pone una máscara para sobrevivir en un mundo que no es el suyo. Teresa también se pone un antifaz, el de la magnánima burguesía catalana que juega a la revolución y al arte. Juntos desembocan en el amor imposible, en sus barcelonesas tardes últimas.

Maruja es la única en el libro que no lleva una máscara social, excepto su disfraz diario de sirvienta. Su vivir “como si” se reduce a lo que otra clase, otra cultura le atribuye como distinción: Un uniforme de trabajo. Manolo y Teresa necesitan expresar su deseo a través de su tercera persona. Ese es el papel de Maruja hasta que muere: Ser alguien en función de los demás. Sin embargo, ni Teresa ni Manolo ven los disfraces que ellos mismos visten, mientras se apresuran a reconocer en la palidez agónica del rostro de Maruja una careta oscura, la de la muerte. Teresa veía “un espantoso vacío cada vez que miraba aquella lívida máscara” y Manolo “oscuramente pensó que cada día (Maruja) se parecía más a una máscara”.

Leí todo este tétrico pasaje de Últimas tardes con Teresa (1966), de Juan Marsé (1933-2020), la noche en que nació mi hija mayor, sentado en los penumbrosos y ansiosos pasillos del Hospital Central del IPS, hace más de una década. Simpaticé, me solidaricé con la moribunda y solitaria criada aquella madrugada. Quizá por la sensibilidad del momento, por el entorno hospitalario demasiado frío a pesar del calor inclemente de febrero, por la incertidumbre de los destinos de un madre y una hija en un nosocomio público de Asunción, por las miradas fieras y desconfiadas de las enfermeras hacia cualquier presencia masculina, incluida la del padre primerizo que refugiaba su propia incertidumbre en la compañía de los personajes enmascarados de Marsé.

El escritor catalán que escribió en un castellano cuya oralidad refleja la convivencia de ambos mundos lingüísticos, a despecho de regionalismos y autonomismos de hoy, falleció la semana pasada a los 87 años. Su muerte me trajo la incomprensible muerte de Maruja, ahora que todo el mundo acostumbra a vivir “como sí” y las máscaras en redes contradicen la era de la transparencia.

Heredero de la gran novela del XIX, Marsé fue un extraordinario creador de seres palpables. Poblados sus libros de personajes femeninos vitales e independientes (la devota Montse de La oscura historia de la prima Montse, la tentadora Mariana de La muchacha de las bragas de oro, la propia culta Teresa), pero son menos los desvalidos como Maruja, la sirvienta que se enamoró de un delincuente de los suburbios, no supo vivir en la falsedad y se murió frente a mis ojos mientras mi hija nacía.

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