En un momento como este, en que en nuestro país se ha iniciado el debate sobre la renegociación del Anexo C de Itaipú, es necesario conocer el pasado para comprender el presente y poder pensar el futuro.
Desde la Revolución Industrial en el siglo XVIII hasta nuestros días, el desarrollo de los países siempre fue el resultado de un acelerado proceso de industrialización.
También desde esa época hasta la actualidad existen numerosos estudios que demuestran la existencia de una correlación positiva entre el crecimiento del producto interno bruto de un país y su consumo de energía (si crece uno crece el otro).
Esta introducción es fundamental para comprender las razones que llevaron al Brasil a firmar el Tratado de Itaipú en el año 1973 con un país como el Paraguay absolutamente asimétrico en tamaño, en nivel de desarrollo y consecuentemente... en intereses.
Uno de los firmantes del Tratado fue el Brasil, un país gigantesco que en la década de los 70 vivió un proceso calificado de “milagro económico” con un crecimiento promedio anual del 11% y que por lo tanto necesitaba imperiosamente incrementar en forma substancial su producción de energía.
Para sostener dicho crecimiento económico, para el Brasil era fundamental la construcción de Itaipú y esa fue la visión brasileña para llevar adelante el emprendimiento binacional.
El otro firmante del Tratado fuimos nosotros, el Paraguay, un país que se encontraba en las antípodas: pequeño y mediterráneo, y, que en el momento de la firma del Tratado tenía menos de dos millones de habitantes, que en su mayoría vivían en el campo y dedicados a las actividades agropastoriles.
Ante esa realidad, la visión de la clase gobernante paraguaya siempre fue que Itaipú sea una fuente de renta que genere ingresos durante su construcción y su posterior operación, pero no fue pensada como una palanca para el desarrollo industrial y económico del país.
Eso fue el pasado. Pero ahora que vamos a renegociar el Anexo C del Tratado de Itaipú, antes de debatir las diferentes propuestas, tenemos que definir claramente qué queremos de esta imponente usina de la cual somos dueños en un cincuenta por ciento.
¿Queremos seguir como hasta ahora reclamando mayores compensaciones para que nuestro Estado tenga mayor renta que le permita mantener a una burocracia ineficiente y en muchos casos corrupta?
¿Queremos seguir como hasta ahora reclamando mayores compensaciones para que nuestro Estado tenga mayor renta y no moleste a un empresariado que rechaza cualquier aumento de impuestos?
¿O tenemos que ver a nuestro enorme excedente de energía como un recurso estratégico que puede permitirnos una rápida industrialización, única manera de dar trabajo a nuestra población joven y cada vez más urbana?
Mi posición es que dejemos de vernos como un “viejo perezoso” que solamente quiere una renta de la cual vivir sin trabajar y comencemos a vernos como un “joven emprendedor”, que tiene un recurso estratégico como la energía, que con creatividad e innovación puede convertirlo en desarrollo y bienestar. Es cierto que por más que comencemos a usar nuestra energía para nuestro desarrollo, el excedente que hoy tenemos es muy grande y hasta más allá del 2030 no lo utilizaríamos totalmente.
Ante este hecho, la posición que comparto es la de negociar la posibilidad de disponerla libremente y de poder venderla en el mercado brasileño, corriendo el riesgo de eventuales pérdidas, pero con la expectativa de grandes ganancias.
Sabemos que esta propuesta necesita la modificación del Tratado y también sabemos que internamente tenemos que hacer grandes reformas institucionales, pero intentémoslo.
Las opciones estratégicas que hoy tenemos son esas dos: o seguir reclamando mayores compensaciones por la energía que no usamos o usarla en un acelerado proceso de industrialización, vendiendo el excedente libremente durante ese proceso.
Ojalá que nuestro país elija la segunda, la que nos llevará al desarrollo económico y social.