Blas Brítez
Cuando Lemmy Kilmister vivía y se presentaba diciendo que su banda era Motörhead y que tocaban rocanrol, no estaba mintiendo.
Cuando Marcel Schmier anunció la noche del martes, en el Teatro García Lorca de la Manzana de la Rivera, que lo que tocaría Destruction en Asunción sería thrash metal old school (para simplificarlo: el que se hace según el modelo de los 80 o, mejor aún, de los primeros 80), tampoco mentía.
Es posible, a riesgo de que suene desubicado y nostálgico, que hacer música de la vieja escuela signifique, en última instancia, hacer rocanrol. Buen y pesado rocanrol.
Por eso estos tres señores –a la izquierda de Schmier, el primigenio guitarrista Mike Sifringer; detrás de los dos, el hiperpreciso canadiense Randy Black en la batería (no hay que olvidar su pasado en Anhillator)– han obsequiado a sus fanáticos paraguayos un setlist poderoso (Tormentor, Nailed of the cross, Total disaster, Mad butcher, etc.) que algo tuvo de eso que Lemmy llamaba rocanrol y que desmembró cabezas dentro del recinto, mientras afuera un absurdo control policial y militar se confundía con el negro legendario de las huestes heavies, al tiempo de custodiar cualquier posibilidad de asalto metalero a las oficinas del Palacio de López.
Destruction, entonces, no engaña. Cerrar el show con el vertiginoso Bestial invasion, publicado en 1985, es old school y también una referencia coincidente e inopinada a algo de lo que se puede enorgullecer la persistente escena underground: cuando los grandes shows comerciales han casi desaparecido, las bandas de metal tanto europeo como norteamericano han seguido viniendo al país muy seguidamente. De los grandes del thrash alemán, solo falta que venga Tankard (que canceló una presentación en 2016) y Kreator regresa en noviembre.
Destruction no es más que la confirmación, si hiciera falta, de una invasión bestial de bandas en conciertos cuya imagen puede ser la mano cornuta que popularizó Ronnie James Dio y que, por supuesto, no faltó multiplicada en la cita asuncena.