Este ha sido siempre un país previsiblemente simple, sin muchos rebusques. De valores sostenidos en la gente decente que construyó confianzas sobre las cuales se cimentó la riqueza que generó empleos y mejoró las condiciones de vida.
Con un Estado donde la austeridad construyó la República, la modernizó y ganó guerras como la del Chaco. Hemos sido la historia recurrente de los decentes. La gran pregunta para los historiadores es: ¿Cuándo se jodió el Paraguay?
Algunos lo sitúan en el acceso de los militares al poder, otros a la guerra civil de 1947, unos cuantos a la larga dictadura de Stroessner o esta democracia kelembu de tres décadas.
Lo cierto es que en cualquiera de estos parteaguas de la historia se consolidó la indecencia. El del “roba, pero hace” o “es un bandido, pero genera empleos” o “solo quiero ser empleado de las binacionales o vista de aduana” pasando por aquello de acceder a un cargo público sin la idoneidad requerida en la Constitución.
La cantidad de “ajúra galleta”, como diría el canciller Acevedo, hoy forman parte de un ejército de marabuntas dispuestas a engullir todo el presupuesto y todavía no sentirse satisfechos.
Entre estos están maestros que no enseñan y si lo hacen: 7 de 10 de sus alumnos no saben leer ni escribir en el sexto grado, al que llegaron porque el ministerio les ¡obligó a hacerlos pasar para estar bien con las estadísticas! Los médicos, cuyos pacientes se quejan porque pueden estar y no estar en tres lugares al mismo tiempo con los sacrificados enfermos en los hospitales públicos que nunca los encuentran cuando han logrado un turno.
Esta República de la indecencia paga a ricos congresistas combustible para movilizarse en su imaginación cuando en estos dos años no han podido sesionar desde sus casas, pero requieren de millones para moverse del baño al cuarto. A ninguno se le cae la cara de la vergüenza. Consideran natural a esta merienda de vándalos cuyos costos se enjuagan en más impuestos o más deudas. Ni la cuantiosa engullida de 1.600 millones de dólares que dice el BID se perpetra anualmente les ha llevado a reformar a este paquidermo que nada hace bien.
Los indecentes nos han superado.
Han impuesto su lógica de que nada importa y son capaces como los fiscales de lamentarse el recorte presupuestario cuando en realidad, con lo que hacen o dejan de hacer, no deberían ser recompensados salarialmente.
La República de la indecencia está rifando la democracia. Pide a gritos que venga alguien de afuera a corregir entuertos y que gobierne con mano de hierro. No les importa pasar de la concordia colorada a los insultos añetete más feroces, para luego volver a lo mismo en nombre de seguir en el poder. La gran pregunta es: ¿Para qué? Si es para seguir con los indecentes engullidores del presupuesto, eso no tiene ningún sentido.
Entre la ignorancia y la pobreza del pueblo, que son sus consecuencias, hemos acabado con el horizonte común de construir un país decente reconciliado con sus mejores ciudadanos y capaz de animarse a derrotar a sus fantasmas que lo esclavizan y lo marginan.
Hay que acabar con la indecencia y recompensar a los decentes.