El 16 de noviembre de 1989, los sacerdotes jesuitas españoles Segundo Montes, Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Armando López, Juan Ramón Moreno y el salvadoreño Joaquín López fueron ejecutados con disparos en la cabeza, tras ser puestos de rodillas en el jardín exterior de la casa en la que vivían, dentro del campus de la Universidad Católica José Simeón Cañas (UCA).
Los militares también asesinaron a sus dos colaboradoras: Elba y su hija Celina Ramos.
Con algunos de ellos tuve la suerte de vivir en Managua (Nicaragua) y hoy quiero rendirles un homenaje a todos ellos.
Su delito fue trabajar y luchar por los pobres y esto no gustó a la clase pudiente que gobernaba ni a los militares. Ellos habían ayudado a San Óscar Romero, también asesinado, y recientemente declarado santo.
Todos supieron vivir lo que se escribió de uno de ellos, Ignacio Ellacuría.
“Fue un colaborador muy próximo de monseñor Óscar Romero; y cuando este fue asesinado, su voz de denuncia, la radicalización de su compromiso con los más pobres, la crítica a la oligarquía, al poder político y militar, crecieron hasta tornarse tan incómodos con el Estado y la clase dominante que lo asesinaron con sus compañeros de lucha.
Su muerte, lejos de ahogar su pensamiento, se convirtió en un eco que resonó, no solo en el pueblo salvadoreño, que nunca lo olvidará, sino en todo el mundo, difundiendo y estudiando su obra, adquiriendo nuevas dimensiones en relevancia social, significación intelectual e influencia religiosa.
La honestidad intelectual de Ellacuría lo llevó a ser fiel a la realidad. La analizó en toda su complejidad, a través de las ciencias sociales, políticas y económicas, desde unos presupuestos éticos de justicia y solidaridad.
Siguiendo el pensamiento realista de su maestro Xabier Zubiri, consideraba que la inteligencia debe aprehender la realidad y enfrentarse a ella, para llevar a cabo el proceso de humanización”.