En el Paraguay tenemos una larga tradición con el mes de marzo. Por estas fechas vienen las reiteradas marchas campesinas, con sus amenazas de sacudir los cimientos de este país imperturbable; los sucesos políticos con magnicidio incluido, como en 1999, o los intentos de cambiar la Constitución que terminan con asesinatos y quemas en el 2017.
Marzo es un mes violento y de sacudidas históricas en este país. Para consolidar su fama, ahora vivimos cuasi encerrados en una cuarentena por el coronavirus del que no teníamos ninguna experiencia previa. El impacto ya es enorme y sus proyecciones a futuro son absolutamente inciertas.
Estamos ante un hecho de alcance global, donde los muertos suman diariamente y el miedo domina las relaciones humanas. Empezó en la China y ahora tiene ya el calificativo de pandemia que una siempre reservada y cauta Organización Mundial de la Salud no quiere animarse a pronunciar. Ya lo hizo y el Gobierno local decretó una cuarentena de quince días, que ha desnudado todas nuestras precariedades y espero saque lo mejor de cada uno de nosotros.
Las crisis son las únicas parteras de la historia que jamás fallan.
A veces las aprovechamos para mejorar y en otras ocasiones consolidan nuestra percepción de que, cuando más cambian las cosas, más permanecemos igual.
La decisión de parar y evitar con eso la propagación del virus ha sido una decisión correcta, a pesar de los altos costos económicos que esto supone. Nada finalmente puede ser más alto que la pérdida de vidas humanas en un sistema de salud dominado por la precariedad, falta de fondos, desorganización, ausencia de compromiso y fusilado en su autoestima.
Desnuda también los egoísmos atávicos de una sociedad profundamente desigual e inequitativa.
En este modelo económico que ha convertido a la mayoría en náufragos, la cuestión de un trozo de madera en aguas turbulentas se convierte en arma que violenta la furiosa relación cotidiana. Nadie parece dispuesto a ningún sacrificio y menos a un compromiso real con la patria.
Las medidas económicas anunciadas no alcanzan ni a ser paliativas y las pequeñas empresas —el centro operativo económico del país— amenazan con hundirse en un futuro absolutamente imprevisible para todos.
El sector público se beneficia con estas medidas y cree tontamente que estará a salvo del naufragio. Ni por asomo sus sindicatos proponen recortes a sus privilegios y menos aún los brahmanes de Itaipú y Yacyretá.
El egoísmo será la tumba de muchos en este crucial momento de nuestra historia.
Sobrevivirá este país con seguridad, pero quedará tan maltrecho que es improbable que el estatus quo se mantenga.
Los idus de marzo están entre nosotros con su carga de violencia e incertidumbre.
Hay que sacar lo mejor de cada uno, corrigiendo todo lo que se viene haciendo mal, porque claramente estuvimos muy distraídos para no darnos cuenta de la precariedad en la que sobrevivimos.
Es hora de cambiar los augurios trágicos del vidente romano de hace muchos siglos que tiene en Paraguay un ejemplo de país.