12 feb. 2025

“¡Hemos visto al Señor!”

Hoy meditamos el Evangelio según San Juan 20,19-31.

“Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. La fe es un regalo que hemos de cultivar y practicar con obras diarias, es el don de los verdaderos enamorados del Señor.

“Porque me has visto, has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído”.

Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. Sin embargo, estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”.

El Domingo de Resurrección, Jesús se manifestó a los discípulos, que estaban recluidos por temor, para llenarlos de alegría y enviarlos a anunciar la Buena Noticia como el Padre lo envió a Él. El Señor les muestra sus llagas gloriosas como pruebas palpables de su triunfo y les desea la paz, que es “el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos –explica el papa Francisco–. Es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón”[1].

El Evangelio de este segundo domingo del Tiempo de Pascua cuenta que el discípulo Tomás no estaba con los otros en aquella ocasión. Cuando regresa, no cree en el testimonio jubiloso de todos: “¡Hemos visto al Señor!”.

Lo achaca quizá a una experiencia interna o a un desvarío colectivo. Tomás exige algo más que el testimonio apostólico y pide signos evidentes para creer y cambiar de vida. Al domingo siguiente, Jesús volvió a mostrarse.

“Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás –escribió san Josemaría−–: Mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel; y, con el apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío!, te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre –con tu auxilio– voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad”[2].

En este domingo de la Divina Misericordia comentaba el papa Francisco: “Entrando en el misterio de Dios a través de las llagas comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos, pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor”[3]. Es natural que sintamos el anhelo de Tomás de querer ver y palpar a Jesús porque conocemos a través de nuestros sentidos corporales. Por eso nos preguntamos con el Papa, “¿cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí: Dejarse perdonar”[4].

También podemos sentir como dirigida a nosotros la última bienaventuranza que pronunció Jesús en la tierra, provocada por el desconfiado Tomás: “Bienaventurados los que sin haber visto hayan creído”. La fe, la confianza en Dios sin pruebas llamativas, es una dicha, un don que hemos de pedir humildemente: “¡Auméntanos la fe!” (Lc 17,5).

Es un regalo que hemos de cultivar y practicar con obras diarias porque “el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores que estas porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre eso haré para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,12-14). Por eso decía san Josemaría, “Dios es el de siempre. Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura”[5].

(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/2023-04-16/)