“Recuerden, recuerden
El cinco de noviembre
Pólvora, traición y complot
No conozco razón
Por la cual la traición
Pueda ser olvidada jamás.”
Así va la tradicional copla que recitarán esta noche niños ingleses en ciudades y pueblos, alrededor de fogatas sobre las cuales colocan un fantoche hecho de ropa vieja rellena de paja. Los presentes celebrarán con algarabía y fuegos artificiales la ardiente agonía del personaje en cuestión.
La efigie representa a Guido Fawkes, integrante de una conspiración que el cinco de noviembre de 1605 intentó asesinar al rey Jacobo I de Inglaterra. El plan era detonar barriles de pólvora, que los conspiradores habían colocado en un sótano debajo del edificio del Parlamento, en el momento que el rey asistía ese día a la apertura del periodo de sesiones.
A Fawkes le encargaron vigilar los barriles y encender la mecha en el momento oportuno. Gracias a una anónima nota de advertencia, la conspiración fue descubierta horas antes de la presencia programada del rey. Fawkes fue apresado y salvajemente torturado para revelar los nombres de los demás conjurados, y todos fueron procesados y condenado a la horca. Un edicto real ordenó que todos los años se celebre el cinco de noviembre como “día de acción de gracias por la liberación”.
Hacer volar, literalmente, al rey y a los parlamentarios era, sin duda, una manera elocuente de expresar disconformidad con el régimen vigente. En el Paraguay, para no ser menos, unos 400 años más tarde, pero por motivos similares, manifestantes incendiaron nuestro edificio del Congreso, con legisladores dentro, pero esta vez sin rey, ni jefe de Estado. Y para que no queden dudas respecto al descontento imperante, hace unos días hasta un propio miembro de ese honorable cuerpo amenazó reprisar la conflagración.
En nuestro caso estos episodios fueron catalizados por hechos puntuales, pero son sintomáticos de un malestar más generalizado, que se expresa a diario en los medios y las redes sociales. Una causa primaria es el escepticismo reinante sobre la legitimidad de nuestros representantes, no por graves defectos en el proceso de votación, sino por un régimen electoral que permite que individuos sean electos para integrar el Congreso, más por voluntad de líderes de movimientos y listas que por la preferencia del pueblo al cual deberían representar.
¿A quiénes representan y responden entonces los parlamentarios electos? ¿A los votantes, o a quien los ubicó en la lista? La respuesta es obvia, y el resultado es que muchos ciudadanos amanecen al día siguiente de la elección para enterarse que sus representantes son personajes a quienes ni conocen. Más adelante se enterarán de que no comparten ni valores, ni visión, ni ideología con ellos.
Otra nefasta consecuencia de este mecanismo es que a menudo desemboca en una subasta de posiciones en las listas que terminan siendo adjudicadas al mejor postor. Es de ingenuos sorprenderse entonces que muchos de los parlamentarios electos busquen recuperar la “inversión” mediante tráfico de influencias y otras perversas actividades.
El nuestro es un sistema electoral averiado, que produce resultados funestos para la democracia y para la gobernabilidad de la República, y debe ser reparado urgentemente. En momentos en que se debate la reforma del Código Electoral, debemos respetar dos principios generales: que cualquier ciudadano pueda candidatarse a cualquier cargo electivo sin restricciones, y que cada representante sea electo nominalmente por voto directo de los votantes.
Así nos sentiremos mejor representados, y con menores inclinaciones pirómanas.