Los 58 diputados que votaron por el proyecto de ley que reglamenta la pérdida de investidura son temerarios. Ya no recuerdan aquella noche de junio de 2012 en la que los parlamentarios indecentes tuvieron que huir por la inacabada costanera para escapar de una ciudadanía enardecida. Ahora, para protegerse de las eventuales consecuencias de su bandidaje, redactaron una ley por la que abandonan su poder constitucional de juzgar a sus pares y se lo regalan a la Justicia Electoral. Este organismo, de acuerdo con la Carta Magna, no tiene vela en este entierro, pero sirve para que el Parlamento se lave las manos. También es útil para darle largas al asunto y cansar a los protestones.
Es insólito: los diputados por sí solos pueden destituir al presidente de la República o a un miembro de la Corte, pero para depurarse internamente necesitan la ayuda de la Justicia. Establecieron que para que el juicio sea iniciado se requiera una mayoría absoluta, lo que también viola la Constitución, pues esta determina los casos en los que dicha mayoría es indispensable.
Los pasos siguientes son aún más extravagantes. Si se consiguen los votos, la Cámara respectiva remitirá los antecedentes a un agente fiscal electoral, el cual debe decidir si hay o no méritos suficientes. ¿Se imagina usted al pobre fiscal, que apenas puede con los pasacalles y pegatinas proselitistas, con semejante expediente entre manos? Lo que 125 parlamentarios prefirieron no juzgar queda a cargo de un funcionario que debe tener pesadillas en las que turbas lo persiguen o lo espera el Jurado de Enjuiciamiento.
Supongamos que el fiscal dé curso al pedido. El escalón siguiente es el Tribunal Electoral de la Capital, cuyos miembros seguramente se preguntarán qué corchos tienen que ver ellos en un tema así. Por supuesto, su dictamen puede ser apelado ante el Tribunal Superior de Justicia Electoral. Llegados cansinamente a este punto, tres personas –hoy serían Ramírez Zambonini, Wapenca y Bestard– tomarían la decisión final. Que, en realidad, no es final, pues al ser un caso judicial puede ser recurrido a la Corte Suprema de Justicia, la que no tiene plazos para expedirse. Menos mal que no le agregaron más requisitos. Podrían haber exigido el parecer del Tribunal Arbitral de la UFI, del Centro de Despachantes de Aduana y de la Comisión pro Cancha de la Vicaría Niño Jesús de Praga.
Si hasta aquí esto le parece ridículo, atájese. Los diputados pretenden que este absurdo mecanismo sea utilizado para destituir a los concejales municipales y departamentales de todo el país. Sería un carnaval de impunidad. Y, como el delito más común que cometen es el tráfico de influencias, lo sacaron de las atribuciones de la Justicia Electoral y lo pasaron a Justicia Ordinaria, de donde tardará años en salir. ¿Falta algo? Ah, sí: se reservan el derecho de procesar a quienes los acusen de “forma temeraria”. Los temerarios son esos caraduras, que se arriesgan a tener que escaparse como ratas de la ira popular.