El desenlace de exigencia y violencia inusitadas que vino copando las calles de algunas capitales sudamericanas se nutre al calor de los reclamos acumulados y no atendidos desde cada sector oficial de la región, y viene gestando adherentes lo mismo que críticos, según la visión y el preconcepto que cada uno tiene sobre las relaciones sociales y la convivencia en un Estado moderno.
Se apaga la mecha de este 2019 y, en perspectiva, nos permite un intento de análisis de este movimiento de masas que se animó a salir y permanecer en las calles para exigir reformas –coyunturales y estructurales– con el fin de que se permita un mayor acceso a oportunidades para importantes franjas poblacionales, castigadas atávicamente con medidas económicas desacertadas.
Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia fueron los escenarios donde más se ha enervado el espíritu de la ciudadanía, cansada de las ya sistemáticas políticas perjudiciales y de la mala praxis que sus líderes vinieron impregnando, con acciones que se alejan de la acuciante realidad y con errores que siempre hacen pagar a las masas más vulnerables.
El caso boliviano, ciertamente, estuvo signado también por una puja de poder y por la polarización de dos miradas sobre la realidad, en el marco de unas crispadas elecciones presidenciales.
La relectura que hacen actualmente los dirigentes de cada país de la región es –suponemos– la de cautela, frente a eventuales nuevos focos o conatos de demandas con fuerza organizativa y hasta desmanes –que obviamente los hubo–, aprovechando la oleada de manifestaciones.
¿Qué pasaría en países donde no prendió con fuerza el clamor popular, pero que experimentan similares padecimientos, traducidos en inflación, servicios públicos ineficientes, gran deuda interna y falta de voluntad para incluir a los carenciados en los beneficios sociales?
La respuesta queda latente respecto de las medidas que empezarán a tomar las esferas oficiales.
Mientras tanto, se puede asumir que la manera en que las manifestaciones ciudadanas sostuvieron en este tiempo, pinta un nuevo escenario en la relación Gobierno-sociedad civil, con tamices que apuntan al sinsabor hacia la manera de gobernar y a la disconformidad suprema de grupos sociales, que observan el festín de los recursos públicos para unos pocos, dejando fuera a las reivindicaciones genuinas.
El último informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) enfatiza que para erradicar la pobreza y reducir la desigualdad y la vulnerabilidad de los estratos de ingresos bajos y medios, son necesarias políticas de inclusión social y laboral. “Constatamos nuevamente la urgencia de avanzar en la construcción de Estados de bienestar, basados en derechos y en la igualdad, que otorguen a sus ciudadanos y ciudadanas acceso a sistemas integrales y universales de protección social y a bienes públicos esenciales”, manifestó Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva del organismo regional.
No en vano en Hong Kong (protestas ante un proyecto de ley de extradición ahora archivado, que luego derivaron en demandas de democracia plena y responsabilidad policial), en Francia (movimiento de los chalecos amarillos o la cólera de las clases medias empobrecidas, que ya lleva un tiempo sostenido) y en otras partes del mundo, se generan levantamientos de sectores disconformes y modelan las nuevas relaciones con sus respectivos gobiernos.
El año venidero será crucial para que las naciones de la región rectifiquen rumbo en torno a la demanda social y al acceso a ese tan anhelado Estado de bienestar.