20 abr. 2024

Ese mundo sin crisis

Luis Bareiro – @luisbareiro

Es una regla de oro. Cuando sabés que la empresa en la que estás trabajando tiene una caída brutal de sus ingresos, jamás se te ocurriría pedir un aumento de salario.

Ante las crisis, el sentido común te dice que lo mejor es cumplir eficientemente tu trabajo, esperar que no haya despidos y aguardar a que pase la tormenta.

Siempre habrá injusticias por corregir, gente que gana más de lo que debería y muchos que ganan menos de lo que corresponde; trabajadores sin seguro social y gastos que nunca tendrían que hacerse. Pero cuando la economía se desploma, la prioridad es conservar el empleo; ya habrá tiempo para retomar las banderas de las reivindicaciones.

Esa es la lógica que opera en el mundo real, el del trabajador privado, el que ocupa al noventa por ciento de la población económicamente activa.

En ese mundo, el desplome económico congeló salarios y provocó cientos de despidos.

Es un mundo donde una tercera parte son cuentapropistas (no tienen un empleador y dependen de lo que hagan en el día) y casi la totalidad de los otros dos tercios son empleados de microempresas, modestos comercios que no tienen más de cinco contratados.

En ese mundo, ocho de cada diez trabajadores carecen de un seguro médico y nunca tendrán el beneficio de la jubilación. Más de la mitad tiene ingresos menores al salario mínimo legal vigentes y trabaja más o menos horas de lo que establece la ley.

En ese mundo, sin embargo, nadie escapa de los impuestos. Cada litro de leche y cada kilo de carne tributa su IVA. Esos contribuyentes reciben, en contrapartida, los calamitosos servicios de educación, salud y seguridad que entrega el Estado.

El otro diez por ciento de los trabajadores corresponden a la minoría que habita el Estado.

Es un mundo mágico que desconoce la crisis; un mundo en el que, pese a que los ingresos públicos cayeron en más de 300 millones de dólares, atosigan al ministro López con pedidos de aumento de salario.

Los salarios públicos se comen ya cerca del ochenta por ciento de todo lo que se paga de impuestos.

Si se aprobaran todos los pedidos en carpeta, el presupuesto tendría un agujero de más de mil millones de dólares.

Por supuesto que muchos de los reclamos de los funcionarios se basan en la realidad. Piden equiparación porque hay funcionarios que ganan mucho y otros que ganan poco. Y eso es cierto. Pero hasta el que tiene el ingreso menor gana más que el promedio del trabajador privado.

La anarquía salarial es real y ha creado absurdos; mozos en el Congreso con ingresos de más de diez millones de guaraníes y directores de hospitales con menos de seis. Los funcionarios ven esos salarios disparatados, ven el derroche de la Justicia Electoral o el subsidio de los partidos políticos; pero nunca hacen números.

No consideran lo que significa para el presupuesto los aumentos generalizados. Un incremento mínimo para cada maestro es casi un ajuste vergonzoso para su nivel salarial, pero representa una montaña más de gastos rígidos para el contribuyente.

Más plata no es la solución. Y menos ahora.

Lamentablemente, en ese mundo imaginario no se aplica la lógica de las crisis.

Si vivieran en el mundo real, su prioridad sería hoy proteger su puesto de trabajo y esperar a que pase la tormenta. Cada guaraní extra del Estado debería estar invertido en paliar los efectos de la debacle estimulando la economía con obras públicas y ofreciendo una red de protección a los sectores más vulnerables de la sociedad, reforzando las coberturas de salud y educación.

Ellos nos tratan de egoístas porque supuestamente no queremos ver que llevan años sin ajustes, o porque no ganan lo mismo que otros funcionarios. Los que vivimos en el mundo real nos damos cuenta de que son ellos quienes se niegan a ver cómo vive la mayor parte del noventa por ciento restante del país, ese que no tiene asegurado el ingreso del mes, ni la cobertura médica ni la jubilación.

No vivimos en dos países.

Solo hay uno y está en crisis. Y ya es tiempo de que ese otro diez por ciento se dé por enterado.

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