12 feb. 2025

El rebenque de la voluntad de la mayoría

La tendencia a recurrir al querer popular, a la voluntad del pueblo mayoritario para justificar actos políticos discutibles, ha sido la tentación de caudillos y hombres fuertes en la historia de América Latina, historia de la que, obviamente, nuestros dirigentes no han estado ausentes. El buscar “dar razones” –legitimar– apelando al “querer de la mayoría” ha sido el rebenque jurídico-político que ha sido usado y abusado para mover el aletargado movimiento equino de las constituciones. El recurso a la voluntad popular pretende así ir blanqueando legalmente el ejercicio del poder poco a poco, expandiéndolo, haciéndolo omnicomprensivo, totalizante.

Es cierto, no hay nada más peligroso que un líder con sentido de culpa sin justificación a la vista, sin pueblo ni instancia a la cual pueda recurrir para justificar sus actos. Sin el espaldarazo de la voluntad popular, a este le queda solamente su voluntad personal. Es el tirano quien, al no tener a quien persuadir, convencer o, las más de las veces, engañar –como haría la retórica caudillista bien entrenada– elimina la política, la canjea por la fuerza bruta. El tirano deviene en amo. De ahí que el tirano mata, elimina el espacio político; no lo necesita, pues no hay nadie a quien se deba dar razones, justificar o debatir sobre la urgencia de apelar a la mayoría: basta exclamar que el Estado –el poder– es él, y se acabó. El tirano es tirano porque no tiene pueblo, ni quiere tenerlo. El caudillo es caudillo, por el contrario, porque quiere y tiene pueblo; esgrime la voluntad mayoritaria, pero la usa como una suerte de paliativo a fin de calmar el sentido de culpa causado por el uso irrestricto del poder.

Esto nos pone de bruces frente a un tema espinoso de la teoría del sistema democrático; el de las razones del por qué la mera apelación a la voluntad popular mayoritaria no debe ser el último criterio de legitimidad. Se debe hacer notar un argumento manido, el de la “eficiencia” política que ha estado justificando no solo a la tiranía, sino al populismo democrático al que nos referimos. Es la pretensión de que solamente un líder fuerte logra metas en un gobierno. Es que la eficacia viene –se arguye– con poderes extraordinarios conferidos a una persona, evitando las deliberaciones inútiles y desgastantes de una democracia deliberativa. ¿Ejemplos? Piénsese nomás en la Ley Habilitante conferida a Chávez por el Congreso venezolano; “evita” que el caudillo “requiera” de aprobación para las obras de reforma que aspira a realizar en la transformación del país, gobernado “eficientemente por decreto”.

Pero si esto es así; ¿qué es lo que detendría el uso abusivo del poder? Si todo el poder ha sido depositado en el líder por su carisma, visión, etcétera, ¿cómo hacer para evitar que el mismo no se extralimite? Se ha sugerido más de una vez que ese líder, por ser iluminado y legitimado por la mayoría, se autoimpondrá límites; por lo tanto no habría peligros de abuso del poder, pues su bondad personal le impedirá ir más allá de lo moral y políticamente permitido. Esto no ha dejado de ser un argumento interesante pero sofístico, engañoso. El hecho es que hasta los justos cometen errores: imagínese lo que harán entonces los caudillos pues –como advertía James Madison– todos los seres humanos son propensos a excesos y arbitrariedades. De ahí que necesiten que su poder sea “balanceado” con el poder de otros. Lo que sugiere, vagamente, la introducción a la respuesta a la última cuestión; ¿por qué la voluntad mayoritaria no debe ser el único y último criterio de justificación?

Por dos razones fundamentales. La primera es para evitar que el derecho se reduzca al poder. Es que si la voluntad popular es el último criterio de legitimidad, la única fuente de autoridad política, y si no existe nada más allá de dicha voluntad, entonces el derecho creado por ésta –se cambia la Constitución conforme a intereses creados del caudillo de turno por ejemplo– será fruto exclusivo del poder. La mayoría manda. Y así, la mera utilidad –no la justicia– será la causa final de un gobierno. El bien común será, finalmente, lo que determine el hombre fuerte. Si es útil a sus intereses, entonces se modificará la Constitución apelando a la mayoría. La segunda razón está relacionada al funcionamiento del cuerpo político, que no está formado solamente por el querer de los más sino la inteligencia de todos. ¿Qué quiere decir esto? Significa que existirán propuestas inteligentes sugeridas por la minoría o minorías, por ejemplo, una cierta forma de política pública, que deben ser respetadas, escuchadas. La pluralidad de perspectivas, por más pequeñas que fueran, es como los vasos capilares por donde respira el cuerpo político. La razonabilidad del bien común no es solo cuestión de números sino de la calidad de las propuestas. Lo que nos revela, de nuevo, la necesidad del republicanismo inserto en la democracia: el imperativo de que el pueblo representado controle, delibere periódicamente sobre el poder, un poder que debe expandirse para todos; no solo para los más.

Mario Ramos-Reyes, Ph D