Con la parábola del fariseo y el publicano que suben al Templo a orar Jesús nos instruye sobre la humildad, virtud imprescindible para tratar a Dios y a los demás y “disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración”.
El contraste entre los dos personajes de la parábola es llamativo y provocador, porque para la opinión pública de entonces, la figura de un fariseo sintetizaba el modelo de virtud e instrucción, mientras el nombre de publicano era sinónimo de pecador y eran tachados de impuros.
Jesús presenta al fariseo orgulloso de sí mismo y con rasgos casi cómicos: reza “quedándose de pie” y más adelantado que el publicano; se dirige a Dios de forma grandilocuente; repasa la lista de sus méritos como sus ayunos; y vive en constante comparación con los demás, a los que considera inferiores. El fariseo cree que reza, pero en realidad vive un monólogo “para sus adentros”, busca satisfacción personal.
En cambio, el publicano se queda lejos y con la mirada baja, porque se siente indigno de dirigirse a su Señor; y en su oración se golpea el pecho, como para romper la dureza del corazón y dejar entrar el perdón de Dios. Como señala san Agustín, “aunque le alejaba de Dios su conciencia, le acercaba a él su piedad”.
Jesús dibuja con perfiles tan marcados la arrogancia del fariseo que ninguno querría parecerse a él, sino más bien al publicano humilde. Sin embargo, nos acecha una forma similar de arrogancia, aunque se presente más sutil, puede filtrarse en nuestro comportamiento y forma de orar. San Juan Crisóstomo comentaba este pasaje: “Porque así como la humildad supera el peso del pecado y saliendo de sí llega hasta Dios, así la soberbia, por el peso que tiene, hunde a la justicia. Por tanto, aunque hagas multitud de cosas bien, si crees que puedes presumir de ello, perderás el fruto de tu oración. Pero cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios”. Para evitar este mal del alma, mientras tratamos de mejorar, puede servirnos lo que escribió san Josemaría: “No es falta de humildad que conozcas el adelanto de tu alma. –Así lo puedes agradecer a Dios. –Pero no olvides que eres un pobrecito, que viste un buen traje… prestado”[4].
(Frases extractadas de https://opusdei.org).