24 may. 2024

El Principito, símbolo del alma

Antoine de Saint Exupéry, escritor, aviador, poeta, explorador y filósofo francés, nació el 29 de junio de 1900 en el seno de una familia aristocrática francesa. Los ideales humanistas y el altruismo de Saint-Ex (como lo llamaban sus allegados) dieron forma a su rica vida.

María Gloria Báez

Escritora

Escribió extensamente historias y reportajes sobre sus viajes por Francia, España, norte de África, etc. En una de esas expediciones, su avión se estrelló en el desierto del Sahara, donde él y su copiloto quedaron varados en la inmensidad del desierto disponiendo solo para un día de rehidratación. De alguna manera, ambos sobrevivieron tres días siendo al cuarto (día), encontrados y rescatados por un nativo. Esto dejó una impresión eterna en Exupéry, inspirándolo a escribir dos de sus obras más populares, El Principito y Viento, Arena y Estrellas (1939).

El Principito, su obra más famosa, es el último libro publicado durante la vida del autor. Representa el pináculo de sus logros literarios. Publicado por primera vez hace ocho décadas en los Estados Unidos en abril de 1943, se ha convertido desde entonces en un clásico atemporal. Como portador de un mensaje universal, El Principito traspasa fronteras y tiempos, es más que un relato filosófico; es una historia sobre un adulto que se encuentra con su niño interior.

El autor, comenzó a escribir El Principito durante la Segunda Guerra Mundial, después de que la invasión alemana de Francia lo obligara a abandonar la aviación y huir a Nueva York. La nostalgia de la infancia de la novela indica tanto el deseo de Saint-Exupéry de regresar a Francia, tanto como su esperanza de regresar a una época de paz. Este estrés de la época de la guerra indudablemente contribuyó al sentido de urgencia en el mensaje de amor y compasión de Saint-Exupéry.

La obra, sondea los significados más profundos del amor y la vida, a veces de manera obvia, a veces sutilmente, pero siempre, en el centro, permanecen como lámparas encendidas en la oscuridad. Son estas brillantes chispas de luz que existen como contrapunto a la caída de la imaginación que la mayoría de los adultos eventualmente sufren.

La mayoría de nosotros conocemos la historia del Principito que vino a la Tierra y encuentra, en un aviador, un extraño amigo. Un piloto varado en el desierto se despierta una mañana para ver, de pie frente a él, a un pequeño niño ataviado de príncipe, con rizos dorados. “Por favor”, pide el extraño, “dibújame una oveja”. Y el piloto se da cuenta de que cuando los acontecimientos de la vida son demasiado difíciles de comprender, no queda más remedio que sucumbir a sus misterios. Saca lápiz y papel... Y así comienza esta sabia y encantadora gran obra que, al enseñar el secreto de lo realmente importante de la vida, ha cambiado para siempre el mundo de sus lectores.

Dentro de El Principito, el lector está expuesto a conceptos filosóficos que siguen siendo tan dolorosamente importantes en estos tiempos difíciles como lo fueron durante la época en la cual fue escrita. En su glorificación de la inocencia infantil, la obra es también una acusación de la decadencia espiritual que Saint-Exupéry percibía en la humanidad.

En 1943, escribió: “Durante siglos, la humanidad ha estado descendiendo por una inmensa escalera cuya parte superior está oculta en las nubes y cuyos peldaños más bajos se pierden en un oscuro abismo. Podríamos haber subido la escalera; en cambio, elegimos descenderlo. La decadencia espiritual es terrible... Hay un problema y sólo uno en el mundo: Revivir en las personas algún sentido de significado espiritual...” Al celebrar una visión del mundo no manchada por las monótonas restricciones de la edad adulta, la novela intenta revivir un sentido de espiritualidad en el mundo. En medio de la Segunda Guerra Mundial, la conciencia mundial estaba plagada de división, explotación y temores siempre presentes con respecto al futuro de la civilización tal como se la conocía. Este es, desafortunadamente, un ciclo de miedo que se ha repetido y continúa operando en ausencia de cualquier sentido de optimismo unificado y práctica de compasión en toda la sociedad. Vivimos en un mundo de números, y la economía de la vida moderna impide la exploración de la imaginación; de risas, amistad y amor; de un futuro en el que sea posible un crecimiento hacia la fraternidad común, el amor común.

Si los hechos surrealistas de la novela se sienten extrañamente reales y personales, este efecto se logra, al menos en parte, por el hecho de que Saint-Exupéry se basó en sus propias experiencias. En “Viento, Arena y Estrellas”, relato sobre sus aventuras en la aviación, recuerda un aterrizaje forzoso que se vio obligado a realizar en el desierto del Sahara. En sus vagabundeos por el desierto, Saint-Exupéry tuvo una serie de alucinaciones, incluido un encuentro con un fennec, un tipo de zorro de arena del desierto que tiene un parecido sorprendente con el zorro representado en la novela.

Saint-Exupéry puede haberse visto a sí mismo en sus personajes tanto del narrador como del Principito. Como su narrador, Saint-Exupéry era piloto, se estrelló en el Sahara y experimentó allí una especie de revelación mística. El Principito, sin embargo, también representa aspectos del piloto y encarna muy definitivamente la filosofía y las aspiraciones de Saint-Exupéry. Asimismo, el narrador revela cómo renunció a sus ambiciones de convertirse en pintor y, al igual que el autor de la vida real, se convierte en piloto.

Como el narrador de El Principito, que nos habla de su primer dibujo de niño de un elefante dentro de una boa constrictor, hay un anhelo humano por un tipo de comprensión que trasciende el mundo práctico adulto. Anhelamos que nuestros mundos internos sean visibles para los demás, y el de ellos para nosotros, y esta es una de las razones por las que presionamos contra las fronteras de la existencia con tanta pasión. En parte, también, del miedo a experimentar lo que el zorro llama domesticación; antes de que hayamos tenido la oportunidad de explorar realmente lo que significa estar vivo. Es el zorro quien enseña al Principito que las cosas importantes en la vida son visibles solo para el corazón, que su tiempo lejos de la rosa hace que ella sea más especial para él, y que el amor hace a una persona responsable de los seres que ama. El Principito se da cuenta de que, aunque hay muchas rosas, su amor por su rosa la hace única y, por lo tanto, es responsable de ella. A pesar de esta revelación, todavía se siente muy solo porque está lejos de su rosa.

En la versión original en francés de la historia, Le Petit Prince, la palabra “adultos” se reemplaza por la frase “Gente grande”. Esta frase infiere sutilmente que una persona que es “grande” no significa necesariamente que haya “crecido”. Cuando el Principito decide abandonar su asteroide, se enfrenta a una serie de encuentros con “grandes” en diferentes planetas. La vívida imaginación del niño está en un estado de “metamorfosis”, mientras que las construcciones concretas de sus mentes, limitan a las de los adultos. “Los adultos son ciertamente muy, muy extraños”, es una línea recurrente a lo largo de la historia.

El mundo adulto está repleto de numeración cínica y clínica. Los adultos se separan del mundo en un esfuerzo por cuantificar la esencia de la existencia y, al hacerlo, se aferran a la existencia con tanta fuerza que a menudo ahogan la vida. Peor aún, muchos adultos responderían afirmativamente a la pregunta “¿eres feliz?”, simplemente porque nunca han aprendido lo que significa estar verdaderamente en paz con la naturaleza de la vida. Se distraen, se obligan a distraerse a sí mismos, en un esfuerzo por dar sentido a la vida, olvidando que la verdadera esencia de esta no requiere un horario de nueve a cinco para tener sentido. Al igual que el hombre de negocios con el que se encuentra el principito, los adultos se adentran en el universo y reclaman la propiedad de lo que encuentran, y por lo tanto pierden de vista la belleza de lo que encuentran.

En El Principito, los adultos encontramos significados más profundos que nos retrotraen a la sencillez de la existencia que disfrutábamos de niños.

Explora los secretos más profundos de la realidad. Sin doblegarse a ningún dogma en particular; sugiere que en la experiencia compartida de la vida –en el compartir de la vida– podemos aprender de nuevo a ser libres.

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