Durante los últimos días se habló con mayor insistencia acerca de la sustitución de algunos ministros. Las versiones se originaron en el seno del propio Ejecutivo. Los cambios ya parecían inminentes. Entonces el presidente Lugo se encargó de afirmar públicamente que las modificaciones no se realizarían. Pronto, sin embargo, el jefe de Estado se desmintió a sí mismo. Procedió a cambiar al ministro del Interior.
Independientemente de si este proceder era obligado -tal como se dio a entender-, la actitud contradictoria tiene tres consecuencias.
La primera, viene a consolidar la imagen imprevisible del presidente, cuestión que no solo afecta a su personalidad, ya que produce dudas sobre la misma conducta del Gobierno. Y eso es grave, porque lo hace poco serio, valor fundamental para confiar en su accionar.
La segunda tiene que ver con la situación azarosa de los ministros y colaboradores, en especial de aquellos titulares sobre quienes pesa la amenaza de la defenestración. También este problema repercute de manera negativa en las gestiones de cada cartera. La incertidumbre incide sobre los proyectos y programas en ejecución, y sobre la estabilidad de quienes tienen a su cargo la dirección.
Esta incertidumbre tampoco es buena para el Gobierno. Establece un tiempo de crisis en su estructura interna.
Y la tercera consecuencia es estrictamente política. Ya se considera que las movidas se efectuarán en otros ministerios y varios cargos más, con vistas a las elecciones de 2013. O sea que el Gobierno prioriza sus intereses particulares antes que el bien del país y su indispensable eficiencia.
Esta subordinación electoralista es lo más cuestionable, a menos que con esa finalidad se busque mejorar la gestión y la confiabilidad en el Gobierno. A priori se puede pensar razonablemente en eso. Pero como su integración es pluripartidista, el resultado será la mayor fragmentación y la fáctica disolución de los bloques políticos del sector oficialista.
Ello, en lo inmediato despotenciará aún más el apoyo parlamentario al Ejecutivo. Y en momentos importantes para el país, como ser la definición del Presupuesto, la aprobación del impuesto a la renta personal y las leyes para las postergadas reformas sociales. Vale decir, si los cambios apuntaran a fortalecer desde el Estado a un sector político del Gobierno, tendrán sus inmediatos costos. En una democracia, afianzar la alternativa propia es usual, siempre que se logre una conducción altamente eficaz y con índice de popularidad creciente.
En la actual situación política y en la configuración del Gobierno, esas exigencias no están dadas. De modo que la pretensión de buscar ventajas del poder con fines meramente electoralistas perjudicaría, más bien, a su grupo político afín. Y en lo nacional, se desaprovecharía una oportunidad favorable de crecer y desarrollarse.
Así, es hora de sensatez y no de aventuras políticas.
Los cambios de ministros se justifican cuando son necesarios para que los ciudadanos reciban prestaciones de mayor calidad. Ello se da sobre todo cuando responden al objetivo de mejorar la administración en determinado campo específico de la vida nacional. Pero un Gobierno no puede generar largas incertidumbres sobre la estabilidad de su Gabinete, pues lo que esa situación genera entre los ministros es dudas y paralización de actividades. Además, socava la autoridad de los que permanentemente están en el listado de los que van a ser destituidos. El presidente Fernando Lugo tiene que acabar con el juego perverso de mantener en vilo a sus principales colaboradores y darle de una buena vez un corte a lo que en nada coopera para la construcción de un país más previsible.