Por Arnaldo Alegre - aalegre@uhora.com.py
Era el 23 de diciembre de 1924. En Ginebra, Suiza, un grupo de millonarios estaba reunido para tomar una decisión radical. Obviamente, no discutían qué regalo iban a dar en la Navidad. Más bien, el tema de debate era cómo iban a hacer para darse una especie de autorregalo, muy jugoso, por cierto.
Los millonarios representaban a los mayores productores mundiales de focos. Los hombres de Osram, Philips, General Electric y otros de igual peso y ambición; crearon allí el cartel Phoebus con la plausible idea de encontrar la fórmula para que sus productos puedan venderse más. Pero en la concreción de dicha plausible idea había un trasfondo perverso.
En esa época, los focos tenían ya una duración de 2.500 horas. El propósito del cartel Phoebus era sencillo, disminuir la vida útil del producto a solo 1.000 horas, 500 menos que el que comercializaba el inventor Thomas Alva Edison en 1881.
Los genios perversos del cartel Phoebus inventaron sin saberlo un concepto que hasta ahora es sufrido por los consumidores de todo el planeta: la obsolescencia programada. Es decir, un sistema de caducidad de los productos planificado por los fabricantes, no siempre debidamente anunciado, y en general ignorado por los usuarios. Lo que se dice, un regalo perfecto y muy redituable.
Esta y otras tramoyas parecidas son desnudadas en el documental Comprar, tirar, comprar, de la directora alemana Cosima Dannoritzer. La película, de 52 minutos de duración, puede verse online en el sitio de la televisión española: www.rtve.es
La obsolescencia planificada representa a una lógica de mercado que tiende al crecimiento permanente, en donde se vulnera la calidad en aras de la facturación. El tema es sencillo: hay que vender más aunque implique darle un menor margen de vigencia del producto. En otros términos, habría que decir: barato, pero malo, y no caro pero el mejor, como la vieja publicidad de un televisor.
En ese sistema económico gana el empresario, el empleado y el propio Estado (pago de impuestos, buen empleo y fluido movimiento comercial). El único que pierde es el consumidor, quien es directamente estafado pues debe comprar el mismo producto varias veces, sin que el empresario sea claro en las especificaciones de la transacción y tampoco transparente en torno a la real calidad de su producto. Además, el empresario y sus productos no reciben ningún tipo de sanción, ni siquiera condena moral, por esta situación.
Esa lógica comercial está tan enraizada en la cultura consumista del mundo moderno que ya ni siquiera nos espanta.
En los aparatos tecnológicos es donde más se vive esta realidad. Un celular pierde vigencia en menos de un año. La videocasetera -lujo de lujos en otras épocas- tiene actualmente el mismo valor que un pisapapel. Las PC eran sacrosantas máquinas, hasta que nos inventaron las notebooks, con menos poder que las PC, pero mucho más chic. Y unos años después nos hicieron creer que lo más cool eran la netbooks, que simplemente son unas notebooks con mucha menos capacidad.
Los CD son otro caso ejemplar. Surgieron como la gran verdad sonora. Tuvimos que esconder el viejo tocadiscos por vergüenza y ahora nos vienen con el cuento de que los discos de vinilo suenan mejor que los CD. En ese ínterin apenas terminamos de pagar el crédito del nuevo equipo de sonido, que por cierto ahora de poco nos sirve porque no tiene entrada para pendrive.
El cartel Phoebus desapareció unos diez años después de su secreto nacimiento, pero la idea que germinó allí -tan brillante como maléfica- quedó para la posteridad y para el sufrimiento de nuestros castigados bolsillos.