El juego es sencillo. Le dan un palo, lo vendan al jugador, le dan la vuelta hasta marearlo y luego el público disfruta cuando éste trata de romper el cántaro lleno de sorpresas gratas e ingratas.
Nuestra democracia ha entrado en esa senda donde nadie entiende nada y lo que importa es disfrutar el momento. Uno puede recibir el palo en la cabeza o ir de bruces para alegría de una multitud que solo quiere pasarlo bien sin importar las consecuencias. No estaría mal si fuera una cuestión anual y en tiempos de la verbena de San Juan, pero es suficientemente malo cuando el ritmo de una maltrecha democracia se hace a la par de decisiones judiciales sin sentido, acusaciones carentes de fundamentos, desconfianzas y decisiones irracionales.
Empezó con el Ejecutivo que comienza a perder el control del palo y cada vez desconcierta más haciendo de la confusión una política de Estado que le hace perder autoridad, pero por sobre todo acaba con uno de los elementos fundamentales que debe tener un conductor: previsibilidad. Sócrates le daba tanta importancia que lo consideraba la virtud fundamental de quien conducía una nave. Lo contrario, era exponerse a motines, levantamientos y asonadas. La lógica del desconcierto concertado parece al principio un arte de quien lo inicia no sabiendo este que al final es su propia perdición. Nadie puede creer en su sano juicio que el desconcertante e imprevisible pueda controlar todas las fuerzas que ha desatado y que en un momento cierto claramente se volverán contra él de manera uniforme. Lo malo de eso es que cuando analizamos las consecuencias, el costo para la democracia es devastador. Instituciones que no resisten los palos de ciego crujen a su paso no proyectando garantías para nadie incluso para ella misma.
La inminente fragmentación de los partidos, al modelo de Ecuador, solo garantiza que la reacción popular en las calles sea el único espacio posible donde pueda dirimirse la previsiblidad de la república. Y en esa lógica del caos, perdemos todos incluso aquellos que creyéndose muy listos han desafiado normas, restricciones y contrapesos para ejercer una calistenia del poder muy lejana de la verdadera gimnasia democrática que hace fuerte y vigorizo un país.
En este ambiente todo es relativo. La ley nada garantiza, las instituciones son solo de fachada y la Constitución un espacio donde el audaz ignorante pretende interpretarla a su antojo para provecho circunstancial pero para daño posterior del que -repito- tampoco saldrá indemne.
La democracia paraguaya carece de liderazgos previsibles, ciertos, auténticos, de aquellos que no teman definirse y que cuando definen lo hacen asumiendo las consecuencias y no la estrategia electoral que cambia en función de las conveniencias. El líder democrático conoce sus límites y respeta los límites que establece la norma porque se somete a ella. El otro, el que usa la democracia para disfrazarla por un remedo demagógico y autoritario se burla de la norma provocando la ira, la desmotivación y la pérdida de entusiasmo en el sistema democrático.
Por eso tenemos “fascismo libertarios” o “liberales socialistas” que no temen contradecirse porque sencillamente carecen del sentido de la orientación y de la vergüenza.
Todos los que juegan a esta democracia serán los culpables de haberla perdido. Los que ciegos, vendados y con palos le dan al “cántaro democrático” para celebración y júbilo de quienes desean mercar con su contenido, deben saber que hay muchos que hace rato han detenido la carcajada para pensar con gravedad cuál es el destino que nos espera en medio de unos jugadores desprovistos de juicio que creen que la autoridad hace lo que quiere y no lo que la ley les obliga hacer.