Los paraguayos superamos una larga dictadura que, además de desaparecidos, torturados y muertos, dañó profundamente el tejido moral de la nación. Luego, a lo largo de los últimos 30 años de proceso de democratización del país, también sorteamos varias crisis políticas, cientos de escándalos de corrupción, y padecimos el paso de varios fariseos en los poderes del Estado y latrocinios.
El daño es tal que se institucionalizaron el robo, el engaño, la extorsión, la coima, la malversación, la impunidad, la injusticia, la mentira, la prepotencia. En todos los niveles.
Y en nuestra avidez de creer y de contar con personas íntegras, y movidos por la profunda desconfianza hacia los políticos promovidos por los partidos, depositamos nuestra fe en técnicos con fojas impolutas, en figuras nuevas que prometieron ser la alternativa. Confiamos en outsiders de la política y hasta en un obispo creyendo que estos ya no nos defraudarían ni perjudicarían como lo han hecho y siguen haciendo los políticos de la vieja y nueva generación.
La historia que trazamos hace tres décadas nos viene demostrando que el problema moral de la sociedad paraguaya es mucho más serio de lo que ya nos advertía monseñor Ismael Rolón cuando hablaba de “hombres escombros” (que no tiene que ver con la edad) y de la necesidad de reconstruir el tejido social de la nación. Tarea no encarada hasta ahora con la fuerza y sostenibilidad que demanda. No es un asunto que comporte una causa nacional ni que se hayan trazado instituciones educativas, religiosas, políticas, culturales, deportivas, empresariales, Fuerzas Armadas, ni los ministerios. Pese a que abundan los ejemplos de inmoralidad y amoralidad, la situación no constituye una llamada de atención para que se haga algo al respecto.
Los niños y jóvenes tienen cada vez menos referentes morales. No hay institución que se salve, ni niveles de la convivencia social que no estén afectados por la falta de moralidad. Hay personas que aún con cierta conciencia moral se traicionan a sí mismas y a los demás incurriendo en conductas que contradicen sus propios principios. Unas con más facilidad que otras.
El caso más reciente que resume con nitidez esto que estamos planteando es el del general (SR) Ramón Benítez, destituido director del Departamento Técnico Aduanero de Vigilancia Especializada (Detave). En el escaso tiempo al frente de esta institución, este señor lideraba un jugoso esquema de coimas, que involucraba a funcionarios, policías e, incluso, periodistas, según la Fiscalía. En lugar de perseguir al contrabando, favoreció esta actividad ilegal, alentado y pagado por una contraparte del sector privado predispuesta y ávida de mantenerse en esa senda torcida.
Militar, defensor de la familia, ex comandante de la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC), ex candidato a presidente, “patriota”, experto en seguridad, etc., etc., Benítez creó su movimiento político con el nombre de Reserva Patriótica. Su paso por el Detave prometía el comienzo de una depuración en una institución permeable a las coimas y que fácilmente pasaba de pastor a lobo frente al rebaño.
Casos así avivan la pregunta de si definitivamente ya no queda un ciudadano honesto para desempeñarse en instituciones como estas y en todas aquellas que deben vigilar que se cumplan las reglas y no se cometa la inmoralidad de la injusticia para favorecer a unos pocos y perjudicar a gran parte de la población.
¿Por qué valores como la honestidad siguen siendo apenas una excepción? Esta pregunta debería interpelar constantemente.
Sobre todo a quienes tienen la responsabilidad de crear conciencia, explicar y transmitir valores y costumbres que favorecen a una sociedad justa y respetuosa de las personas y de los derechos.
Demasiados Benítez, Bogado, González Daher y cómplices ya han pasado y malogrado las instituciones. Ahora hay mayor indignación hacia ellos, pero aún falta recuperar y poner en vigencia los valores.