Eso no era un problema mayor, porque, salvo excepciones, la tradición nacional es que el nuevo ministro vaya aprendiendo su oficio por el camino.
Más preocupante era la impresión de cierta ingenuidad que transmitían sus primeras declaraciones. Desconocía el verdadero calibre de la peligrosa fauna que lo esperaba agazapada detrás de los escritorios de la burocracia sanitaria.
Con esos bueyes debería arar Mazzoleni el duro camino de la reforma estructural de la raquítica salud pública paraguaya. Aunque llegó a hablar de un plan de unificar los sistemas de salud del IPS y el Ministerio, no parecía tener el carácter para enfrentar tal reto ni contaba con suficiente respaldo político para llevarlo a cabo. De hecho, absorbido por los problemas del día a día, ni siquiera llegó a iniciarlo. Y, hasta febrero pasado, no se avizoraba ninguna reforma trascendental.
Fue entonces cuando llegó la pandemia. ¿Quién hubiera pensado que un virus lograría hacer en semanas lo que la clase política postergó durante décadas?
De repente, descubrimos con espanto que podríamos morir por no tener suficiente personal de blanco, por falta de equipos, por hospitales desabastecidos, por carencia de respiradores. De la mano del pánico, la salud pública dejó de ser la cenicienta presupuestaria y se produjeron mejoras en infraestructura impensables poco tiempo atrás.
Como existía la presunción de que ya era tarde para evitar la catástrofe, todos miraron expectantes al ministro de Salud. Y allí surgió la mejor versión del carácter de Mazzoleni. Sereno, con explicaciones técnicas y aplomadas, despojado de figurettis políticos en su entorno, se ganó la confianza de la población. Tuvo el acierto de recomendar el aislamiento colectivo y el cierre de las fronteras muy rápidamente. A partir de entonces, se convirtió en alguien querido, era el papá guasu protector que nos indicaba el camino con voz imperturbablemente tranquila. Los buenos resultados epidemiológicos reforzaron su popularidad.
Sería una historia perfecta si no fuera por la pestilencia que empezó a emanar de las cloacas de las licitaciones de los “insumos chinos”. Un nuevo espanto, esta vez no tan desconocido: mientras la gente se sacrificaba, sobreviviendo sin empleos ni ingresos, malnacidos de clanes privados hacían negocios infames con funcionarios del Ministerio.
Fue allí cuando Mazzoleni mostró menos fibra. En vez de emular a Jesucristo, expulsando a los mercaderes del templo, fue tibio con sus colaboradores presuntamente involucrados en la miserable estafa. Comenzaba marzo y todavía decía: “Investigaré, pero no por presión”. Y esa actitud de excesiva cautela continuó por varias semanas, pese a que todos los días surgían evidencias cada vez más escandalosas del fraude.
Toda su habilidad para explicar aspectos médicos de la lucha contra el Covid se convertía en una resbalosa sucesión de imprecisiones e inseguridades durante las conferencias de prensa en las que se refería a las acusaciones de corrupción.
Como casi todos, sigo pensando que es un tipo honesto. Si no fuera así, ya estaría en la calle. Por ahora, la ira popular lo preservó, aunque, de nuevo, preocupa su ingenuidad. ¿Cómo es que no se da cuenta de que tiene que apartarse del bandidaje que tiene alrededor? ¿Qué tiene que perder? Su imagen se embarra a medida que la gente lo va percibiendo como débil.
“Capitán no renuncia”, dice Mazzoleni y me parece bien. Pero también debería recordar la larga lista de capitanes decapitados por no mostrar carácter para enfrentar la tormenta.