Por un instante pareciera que el país se detiene para peregrinar. En estos días, Caacupé, el notable fenómeno religioso y cultural de nuestro país, vuelve a convocar a miles de hombres, mujeres y niños, exponiendo a la luz –de manera espontánea y sencilla– los rasgos de ese extraño y codiciado corazón de la mayoría del pueblo paraguayo. Extraño, porque esa esencia del existir, ese motor potente e invisible de nuestra gente nunca es absolutamente comprensible y tampoco previsible para propios y extraños; codiciado, pues no cualquiera llega hasta él.
¿Qué tendrá la Señora vestida de azul, que tanto atrae a los habitantes de esta tierra? Una pregunta que no debería darse por descontada en medio de tantos análisis sociológicos y políticos para comprender esta expresión de la religiosidad popular. Toda vivencia humana personal, por más insignificante que parezca, guarda un tesoro indecible.
Más allá de los críticos a esta manifestación de fe, que abarca todos los estratos sociales y culturales, el fenómeno Caacupé se presenta como altamente positivo. Hablamos de un lugar que genera una identidad y forma de mirarnos como paraguayos, que es única.
La festividad de la Virgen Serrana es un espacio en donde la gente se reconoce como pueblo, reunido en torno a un mismo deseo; un lugar en donde paraguayos y paraguayas exponen libremente sus reclamos y depositan en las manos, de la que consideran “su Madre”, todas sus necesidades y problemas, al tiempo de llenarse de esperanzas y energías para retomar el quehacer cotidiano.
Para miles de hombres y mujeres es el lugar en donde reciben aliento y un mensaje de ser mejores personas; un ámbito en donde son invitados a prácticas de justicia, amor y responsabilidad, a cuidar el medioambiente y respetar al semejante; y para muchos el lugar de la memoria del valor de la familia y la vida, de la dignidad propia y la de aquellos más indefensos y olvidados en nuestra sociedad, como los niños por nacer, los indígenas, los presos y las personas atrapadas por las drogas y la violencia.
Y aquí, por un lado, la responsabilidad de la Iglesia Católica y sus consagrados, en cuanto a propuestas y mensajes se refieren, es más que notable. La institución religiosa debe saber acoger con justicia y sabiduría a este pueblo que camina. Por otro, los peregrinos también están llamados a comprender que este gesto implica un compromiso; pues llegar hasta la Virgencita es una invitación al cambio y la autocrítica, a rectificar rumbos y definir prioridades, y ello implica una ascesis. Un verdadero desafío para el corazón y la razón de quienes confían en la dulce mirada de la atractiva Señora vestida de azul.