El almacén, el shop y el dinero

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—Atendele nomás a él.

Dicen dos amas de casa, a dúo frente al viejo almacén, libretas en mano. El cronista pagará en efectivo y le ceden sus lugares.

Hay otra mujer expectante detrás de la reja, la misma de casi todos los almacenes. En los demás establecimientos de pequeño y mediano porte, con su esplendor nuevo, hay puertas abiertas al cliente que paga en efectivo o con tarjeta, frente a cámaras y guardias armados como, parafraseando a Thomas Jefferson, eternos vigilantes del propietario, precio de la libertad… de comprar.

Los almacenes, más aún desde el año pasado, persisten en el tráfico de las libretas salvadoras. Tienen un comercio invisible y sostenido durante la crisis. A medida que se fueron instalando veloces tiendas de conveniencia para la clase media, también fueron aumentando —no desapareciendo— el ir y venir de las libretas de almacén.

Almacén es una palabra de origen árabe con el sentido de “depósito”, “granero”, “establo” incluso. Establo también está en el origen de la palabra inglesa shop: tienda, pero también taller donde se vendía y se trabajaba artesanalmente. Más interesante es ver que shop era un “cobertizo”, un techito sin paredes agregado a una estructura bajo el cual se vendían las mercancías o se manipulaban las herramientas. Como el que tienen sobre la vereda los almacenes y las bodegas.

En América hispana estos sitios eran —son todavía en mucho menor medida— sitios de venta al por mayor; por extensión, cualquier tienda que venda artículos de primera necesidad al por menor es un almacén.

El shop anglosajón coincide con la tienda de ventas domésticas que es el almacén o despensa. Este incorporó el autoservicio estadounidense. A fines del XVIII, to shop era ya llevar alguna cosa a una tienda, exponerla a la venta. Un siglo después es “visitar comercios con el fin de examinar o comprar productos”. To shop around, en el sentido de comparar alternativas, aparece por primera vez en un anuncio publicitario de 1922. El shop posmoderno tiene un tinte impersonal. Ahora compite con el almacén arábigo, hispánico, finalmente paraguayo, en términos de capital económico arrasador, cultural. Habla un idioma detrás que antes colonizó diversas esferas semánticas del comercio y de la tecnología en el castellano.

El uno es un negocio a menudo familiar, relacionado con el tejido comunitario básico de la economía en lo profundo de las ciudades; el otro no siempre tiene procedencias conocidas, mucho menos claras a pesar de su repetición incesante, aunque satisfaga cualquier horario a cualquier precio. Eso sí: no tienen libreta.

En The shop around the corner, la genial comedia de 1940 de Ernst Lubitsch, tampoco hay libreta, pero los diálogos tratan sobre el dinero y las relaciones humanas en torno a una tienda. Ambientada en el cínico, divertido mundo del trabajo, en una Budapest de crisis y tenderos familiares que el emigrado director alemán recordaba de su infancia como un mundo perdido, la película fue traducida como El bazar de las sorpresas, aunque algo de barrio antiguo le conviene por estos pagos: el almacén a la vuelta de la esquina.

Su historia, sin embargo, exige varios empleados, patrones y clientes, algo más complejo que un almacén de barrio. Aquí es donde el shop de la comedia romántica de Lubitsch está más cerca de los negocios del capitalismo paraguayo actual. Pero se aleja de su kitsch y de su impersonalidad, se acerca al almacén antiguo de las libretas y las mujeres que están frente al cronista: Un encanto esfumado que refleja, además, la angustia del vivir sin dinero, propio de los clientes en los almacenes paraguayos.

La fantástica Margaret Sullavan, no obstante, no es una cliente. Es una desempleada que busca trabajo en el shop donde un inolvidable James Stewart la aguarda para matarnos de risa. Ambos dan vida a una historia imperecedera y cotidiana que el cronista recomienda, con sus juegos de identidades y su cinismo de clase, como sano entretenimiento y crítica social.

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