25 abr. 2024

EEUU: Enfermedades de la desesperanza imperial

Blas Brítez

Hace veinte años hubo un artista bajo la luz cenital del Imperio. Fue en la Gala que –en la última noche de 1999, la postrera del milenio– tuvo lugar en la Casa Blanca, para luego concluir con un concierto producido por Quincy Jones, en el Lincoln Memorial. Allí Bono habló de prosperidad y de futuro, en nombre de la administración de Bill Clinton. Toda la pirotecnia venía a poner término majestuoso a su periodo en el Salón Oval, regado de eventos grandilocuentes. Así debía terminar su reinado: Con pirotecnia y Bono. Abrazado a Hillary. Esa noche el cantante irlandés habló de Dios y ofreció una oración: Una versión de One sin U2.

Poco más de un mes antes, en el fragor de los preparativos de la fiesta, Clinton dejó su decisivo legado: La derogación de la ley que tenía vigencia desde 1933, cuatro años después de la Gran Depresión y a raíz de ella. La Ley Glass-Steagall que delimitaba los tipos de bancos que podían operar en los EEUU, de depósito y de inversión. De producción o de especulación, digamos. Franklin Delano Roosevelt explicó así el coto puesto a los especuladores: “Prefiero rescatar a los que producen alimentos que a los que producen miseria”.

En los 70, atacaron esta ley desde un neoliberalismo radical, como tiburones atacaban vacacionistas en la pantalla de los cines en el verano de 1975, dando comienzo a la era de los blockbusters: Un producto, dicho sea de paso, genuinamente típico de aquellos años y de aquellos capitalistas voraces. Ni Reagan ni Bush habían podido deshacerse de aquella ley. Pero en los albores del nuevo siglo, Clinton no tenía encima a la Unión Soviética, Rusia seguía tutelada por Occidente y EEUU lideraba la carrera de la industria militar y tecnológica. Un futuro promisorio y unipolar frente a sus ojos. Sus empresas multinacionales dominaban el mundo y nada hacía suponer que no lo seguirían haciendo. Por eso la Gala. Por eso, en enero de 2000, Clinton resumió su presidencia ante el Congreso: “Nunca Estados Unidos había conocido tanta prosperidad, con tan pocas crisis internas y tan pocas amenazas exteriores”. Un año y medio después, caían las Torres Gemelas.

Desde entonces, en Estados Unidos operaron la desindustrialización y la financiarización de su economía, a la medida de los timberos del mercado. Surgieron, por supuesto, las burbujas y consiguiente explosión: La crisis inmobiliaria, de repercusión internacional en 2008. Pero el mundo de Roosevelt ya no es el nuestro. Esta vez el salvataje fue para quienes producen miseria y no para quienes producen alimentos.

Un informe del Brookings Institution reveló en enero pasado que hay unos 36 millones de estadounidenses, cuyos trabajos tienen “alta exposición” a la automatización. El 70% de ellos, como mínimo, pueden ser reemplazados por máquinas en pocos años. Ha aumentado la enajenación de los puestos de trabajo norteamericanos en favor de mano de obra barata en China o en México. Donald Trump prometió nacionalizar esos empleos. La realidad es que el país ha recuperado su actividad industrial, pero los empleos no han regresado a sus votantes: Siguen en China o están siendo satisfechos por la automatización.

Los economistas Anne Case y Angus Deaton (ganador del Nobel) determinaron que entre 1999 y 2013 hubo un aumento de la tasa de suicidios y muertes relacionadas con lo que llaman las enfermedades de la desesperanza: La adicción al alcohol, las drogas, los trastornos hepáticos y renales crónicos, la ansiedad, la depresión. Una de las causas principales es la falta de estabilidad laboral bien remunerada y afecta a estadounidenses blancos de 45 a 54 años, sin título universitario. Sin futuro.

La guerra comercial y tecnológica que EEUU lleva contra China y Rusia demuestra cuánto miedo a la declinación imperial supura su oligarquía. Trump es la sociopática manifestación desesperada y egotista de ese miedo. Es el enviado de los ricos que gobiernan para los ricos, mientras Bono canta y ora.

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