23 abr. 2024

Echando cloro a la pileta

Cuando necesitamos contratar gente que trabaje en nuestra casa, en la educación de nuestros hijos o haciéndose cargo de su salud, lo que estamos dispuestos a pagarles es directamente proporcional a cuán necesarios nos son sus servicios, qué resultados esperamos obtener y cuánto dinero tenemos. Jamás se nos ocurriría contratar a alguien que se encargue exclusivamente de cambiar focos, ni equipararíamos nunca el salario del jardinero que nos corta el pasto con el del cardiólogo que evita que tengamos un infarto.

De igual manera, no le pagaríamos más al mecánico porque se recibiera un día de abogado, ni al plomero porque de pronto cambiara de título y pasara a llamarse gerente de fontanería o supervisor de caños. Pagamos de acuerdo con nuestra necesidad y según el resultado de cada servicio. Si el dinero nos alcanza, siempre estaremos dispuestos a pagar más cuanto mejor sea el resultado o mayor la garantía de que efectivamente habrá resultados.

Imaginen ahora que nuestro administrador fuera el Estado y la clase política la que asignara los salarios de la gente que contratamos. Bajo la batuta pública, podríamos tener en casa un ejército para cambiar focos o abrir y cerrar ventanas, y jardineros cobrando extras por presentismo o cursos de cocina. Podríamos gastar más en el personal que echara cloro a la pileta (aunque ni siquiera tuviéramos pileta), que en la cuota del colegio de los chicos o en los honorarios de su pediatra.

Y es que la lógica del Estado a la hora de establecer políticas salariales es la ausencia de lógica. Cualquier empleado estatal con rango de jefe gana igual, independientemente de que se trate del jefe de la unidad de terapia intensiva de un hospital regional o del jefe de ascensoristas del Senado. Pagamos presentismo, responsabilidad en el cargo, ayuda vacacional o extras por títulos de cursos que nada tienen que ver con la función del empleado.

En estos días, el titular de la Dirección Nacional de Propiedad Intelectual (Dinapi) explicaba que la veintena de funcionarios que pasaron de ganar 2,5 millones de guaraníes mensuales, en promedio, a más de 9 millones (¡tres veces más!) tuvieron ese “ajuste” simplemente porque son jefes interinos. Además de que ninguno concursó para el ascenso, quedaron flotando preguntas obvias: ¿Por qué todo jefe debe ganar más de nueve millones de guaraníes, independientemente del tipo de jefatura que ocupe? ¿Necesitamos dos decenas de jefes en la Dinapi?

¿Cuántos jefes del sector privado pueden conseguir un aumento de más de 6 millones de guaraníes de un año para otro? ¿Cuántos jefes en el sector privado pueden estar ganando más de 9 millones de guaraníes mensuales? ¿Cuántas empresas pueden tener una veintena de jefes?

Voy a más absurdos del Estado. En la próxima década se jubilarán tres mil maestros de matemáticas. La necesidad que tendremos de contar con nuevos profesores del área será acuciante. Sin embargo, el salario de un maestro de matemáticas ni se acerca al de un jefe de la Dinapi. La escala está montada de manera tal que cualquier estudiante aventajado querrá toda la vida ser jefe de Dinapi antes que profesor de matemáticas.

Salud necesita desesperadamente duplicar su cobertura en terapia intensiva, pero la cantidad de nuevos intensivistas que se están formando no llega a cubrir ni un cuarto de la demanda. ¿Cuántos planes creen que hay para mejorar el salario de un intensivista de forma que más médicos decidan seguir la especialidad? Ninguno.

Estos pocos datos son suficientes para describir la forma absolutamente anárquica y arbitraria como está organizado el Estado. Pagamos más por gente que no necesitamos y poco y mal por gente que nos urge. Necesitamos contratar y pagar de acuerdo con la necesidad y según los resultados. Solo que hacerlo supone destruir las bases del modelo prebendario que sostiene a la mayor parte de la clase política, la misma que debe dar su brazo a torcer para que se puedan hacer los cambios.

Desmontar este monstruo es el gran desafío de nuestra generación. O nuestros hijos y nietos seguirán pagando impuestos para sostener a correligionarios que solo tienen que echarle cloro a una pileta que no existe, mientras infartan sin que haya un cardiólogo disponible en el hospital público.

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