17 jun. 2025

Curiosos estilos de corrupción

Tengo bien estudiados los estereotipos de conducta de varios colectivos de corruptos. Lo hago por puro aburrimiento, es algo sin fines de lucro. El Paraguay es un santuario de la corrupción respetado mundialmente y ofrece un muestrario fantástico para investigaciones como la mía. Aquí van tres estilos que vemos cotidianamente.

El primer caso es el del que se muere por ostentar su fortuna mal habida. Todo en él huele a sospechoso. Sus signos exteriores de riqueza son estrafalarios: cadenas de oro, relojes Rolex, anillos carísimos. Llama la atención por las mansiones que se construye en coquetos barrios cerrados. El Facebook de sus hijos muestra fotos de sus vacaciones en Aruba o de las camionetas de papi estacionadas cerca de la piscina de la casa de campo.

Este personaje fascinante puede ser un aduanero en Paranaguá, un fiscal de Ciudad del Este o un juez del Amambay, da igual. Su ostentación se cimienta en la creencia de una eterna impunidad. Rara vez llega a parlamentario, pero si alcanza el cargo es presa fácil de la prensa o de colegas ofendidos ante tanta impudicia. Entonces cae, aunque nadie le quite lo bailado.

El segundo estilo es el del mafioso de verdad, que no está en lo más mínimo interesado en que su rostro aparezca en la prensa o en las redes sociales. Es gente del submundo, que conoce los códigos y maneja los hilos del poder. Son discretos y, más que respeto, inspiran temor. Llegan a parlamentarios cada vez con mayor frecuencia. Hacen del tráfico de influencia el pedestal de su reelección. La Comisión de Presupuesto, el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados y los negocios con las entidades binacionales de las represas son sus ámbitos naturales de acción. Hasta hace poco, no le temían a nada. Ahora arrugan ante el escrache público.

El tercer tipo de corruptos es de lo más extraño. Porque el personaje en cuestión, a priori, parece decente. Habla con distinción, viste con elegancia, ha vivido siempre en la clase alta. Culto, capaz de pronunciar una conferencia de una hora sobre la ética en la política pública, jamás pierde el aire solemne. Hasta que se descubre que es compulsivamente corrupto. Aprovecha cada resquicio de presupuesto para pagar con dinero público a sus empleados, a su jardinero, a su cocinera, a su cónyuge. Es un cleptómano especializado en la suma de miserables chiquitajes. Por estos días hemos visto algún ejemplo en el Parlamento.

Los de este grupo, cuando son pillados, sufren más que los otros dos. Al escarnio público, se le agrega una irremediable sensación de ridículo. Condición de la que, como se sabe, no se sale tan fácil.