Mi generación atravesará, por lo menos, uno más de esos momentos. Empezamos a vivir una pandemia, como las de la Edad Media o la gripe “española” de 1918, solo que esta nos tiene de protagonistas, en tiempo real y sin final claro. De nuevo, el Gran Miedo. He aquí la primera pandemia de miedo de la historia universal. Nunca antes el mundo estuvo tan conectado y compartiendo las mismas sensaciones y necesidades. ¡Quién diría! El sueño de los propiciadores de la globalización del mercado y las economías termina cumpliéndose con esta democratización del pánico mundial. Aquí estamos, en los cinco continentes, recluidos e igualados por el mismo temor. Muchas cosas cambiarán para siempre, pero esto apenas comienza.
Aislados y sin producir, ciudadanos de todas las nacionalidades andan preguntándose su rol entre las víctimas de la plaga. ¿Integrarán las listas de los infectados por el virus o las de los afectados por las terribles medidas económicas tomadas para combatirlo? Es paradójico que sea una amenaza global la que diseñe los límites del abrumador concepto de globalización. Enfrente, rejuvenecida, se consolida la vieja noción del Estado-Nación para ordenar el caos, gestionar la crisis y garantizar la salud pública.
¡La sanidad pública! ¿Habrá todavía quien se atreva a sostener que los países no la necesitan, robusta y eficiente? La medicina privada se derrumba como un castillo de naipes ante una epidemia de esta magnitud. Aquí también el coronavirus nos ha igualado. Nuestro ridículo número de camas de terapia, respiradores y recursos humanos hace que el rico y el pobre compartan por igual la angustia de no ser asistidos. Además, ni uno ni otro contarán con el salvador recurso de pedir auxilio en el extranjero. Pavorosamente equitativo, el Covid-19.
Habremos de salir de esta crisis con una convicción: Hay que mejorar sustantivamente nuestro vergonzoso sistema de salud pública. Médicos y enfermeras tienen que ser bien remunerados y los hospitales mejor equipados. Somos así de vulnerables porque el dinero que debería ser destinado a ellos se diluye en manos de parlasurianos, diputados departamentales, dobles aguinaldos y absurdas bonificaciones a parásitos de la política y el Estado.
Lo bueno del miedo es que ha colocado a la vida humana en el centro de todo. No podemos abrazarnos ni besarnos y, por eso, descubrimos que necesitamos hacerlo. Contar con el otro. A veces, es necesaria una catástrofe para darnos cuenta de ello. La obligatoria reclusión ha disparado las ventas del libro La peste, en el que Albert Camus relata una epidemia desatada a mediados del siglo pasado en la ciudad Argelina de Orán. Con su frenético trabajo interrumpido, emerge lo más execrable de la sociedad: El egoísmo, la irracionalidad, el sectarismo. Las peores pestes no son biológicas, sino morales. Pero, de la crisis, también sale a luz lo mejor: los hombres y mujeres que se lanzan a cuidar a los semejantes. Nos lo dice Camus en el esperanzador trecho final de La peste: “Esto es lo que se aprende en medio de las plagas. En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.