La escribo con todo cariño y sintiéndome uno más de esa generación, pero con el temor de que por dificultades de vista no todos lo lean. Por eso ruego que algún familiar cercano le diga de palabra lo que escribo.
Ante todo, es para mí una gran alegría el poder escribir esto. No voy a decir nada nuevo, sino simplemente lo que ustedes y yo vivimos a esta edad, lo que necesitamos y lo que a todos los más jóvenes todavía podemos dar.
Conforme aumenta nuestra edad y queda más lejos la fecha de la jubilación, nos puede resultar más difícil contestar a la pregunta: ¿cuál es tu profesión? De la que ejercimos ya somos unos ex, aunque el aprendizaje adquirido en ella forme parte de nuestra biografía.
Identificarnos, los que estén jubilados, es reconocernos como sin profesión. ¿No es el tiempo para descubrir –si no lo habíamos hecho antes, que nuestra más profunda y auténtica profesión que es la de vivientes? Las anteriores no pasaban de ser profesiones minúsculas que no desvelaban nuestra identidad más radical.
Pero ser vivientes no es fácil, hay muchos, jóvenes y mayores, que no pasan de ser sobrevivientes: personas que no han empezado a ser protagonistas de su propia existencia.
Hay los también vividores: solo piensan en sí mismos y emplean a los demás como meros instrumentos para sus fines; el goce inmediato, su nula resistencia a la adversidad y su incapacidad para la empatía les convierte en parásitos sociales.
Y, ¿ por qué no llegamos a ser vivientes auténticos que hagamos de la vida su profesión, al descubrir su sentido pleno: amar a quienes nos rodean, luchar por un mundo justo y merecer ser amados?
Pasar los ochenta y seguir adelante es entrar en el campo de la profundización. De buscar las causas últimas. Por eso en las culturas más antiguas los ancianos eran donde estaba la sabiduría vivida.