Un par de características peculiares marcaron la independencia del Paraguay, hace ya casi 210 años: Fue una revolución verdaderamente popular y no se derramó una gota de sangre, al menos entre la noche del 14 y la madrugada del 15 de mayo de 1811. Las circunstancias no tienen parangón: Fueron las burguesías vecinas quienes rompieron cadenas con España y los campos de batalla se llenaron de víctimas fatales.
El proceso catapultó la figura de José Gaspar Rodríguez de Francia, mentor de la independencia y quien movió piezas para consolidar su hegemonía en pos de la libre determinación de la naciente república, observada con ojos incómodos desde el Plata y el imperio del Brasil.
Frente a las adversidades locales y externas, la dictadura provisoria y luego perpetua del denominado padre de la patria alcanzó el estadío necesario para defender la formación de un Estado anhelante de respeto regional, tratando de alejarse de la convulsión sociopolítica reinante en otras latitudes del Cono Sur.
El concepto de independencia fue forjado con una determinación férrea, ante la evolución envolvente del resto del mundo, que se iba alejando –sobre todo en Europa– del llamado antiguo régimen de los despotismos monárquicos, para devenir en parlamentarismos donde las respectivas burguesías asomaban su rol protagónico de orientar las relaciones internacionales hacia la ideología que terminaría por reinar con gran fuerza: El liberalismo.
Paraguay incorporó esa tendencia a fines del siglo XIX, con influencia de las nuevas ideas que aspiraban al libre cambio, al mercantilismo desenfrenado y a una nueva colonización de corte extractivista.
Instalada una era distinta con los primeros gobiernos constitucionales, queda atrás el XIX y se accede a la siguiente centuria con un torbellino de luchas fratricidas entre los partidos tradicionales, hasta que aparece en el horizonte otra conflagración, esta vez en terreno chaqueño, que impregna la impronta de una nueva concepción: El fascismo/militarismo.
Se suceden gobiernos de corte totalitario en que las obras de gran porte constituyen el sustento del llamado progreso, mientras se afina una maquinaria de corruptela, que sume al país en una constante dependencia, rumiando subdesarrollo y acrecentando los indicadores de pobreza.
Esas décadas dictatoriales modelan el espíritu del engranaje social hacia enormes dificultades para elegir una mejor calidad de vida; porque el encierro, la orientación ideológica del discurso único y la represión mancillan cualquier intento de gestar alternativas de pensamiento. Se asiste a un desierto de ideas y la ciega obediencia es pan de cada día.
El proceso histórico del Paraguay está marcado en los últimos dos siglos por esa construcción de mitos y desgarramiento, en un eterno retorno a manifestaciones prepotentes y alejadas de un debate constructivo y democrático, ya que estos últimos calificativos todavía no calan hondo en la sociedad, menos en las autoridades, ante desafíos que ponen a prueba la verdadera independencia.
Además, el país se ubica como el queso del sándwich entre dos naciones poderosas y su vaivén es determinado por los intereses de ambas; está inserto en un bloque regional del que saca poco provecho; su mediterraneidad acarrea dificultades y sobrecostos a la hora de exportar; mientras que la desventaja de acceder a mercados más extensos se ve atada por compromisos diplomáticos de chequera; y no se visualiza una visión estratégica con más altura para negociar ante las demás naciones.
El concepto de independencia queda, entonces, muy apocado ante los avatares de su destino como nación; y es bueno que la sociedad enfatice en las implicancias de este sentido liberador, que vaya más allá de la epidermis evocadora de una gesta acaecida hace más dos siglos. Es una tarea titánica, del día a día, de construcción permanente; pero muy necesaria, para romper con nuevas cadenas y emancipar el pensamiento frente a los actuales colonialismos.