Por Juan Montaner
Una bella diputada europea insinuando en su campaña publicitaria su seno izquierdo decía: “El corazón está a la izquierda”. Era ella de los “bienintencionados”. Atendamos con la Cábala, en esa invitación, que el hebreo Shd, pronunciado Shad es pecho femenino dulce y amoroso; pronunciado Shed, es demonio, el mal.
Con los actos de corrupción cometidos por nuestro Estado benefactor, preguntémonos, ¿es él un ángel o un demonio?
Perón decía que no hay instituciones malas sino hombres malos. Se equivocaba. Hay instituciones perversas. Las colas de padres y niños que él formaba para entregarles un juguete denigraban a esos individuos. Entre nosotros, sus émulos distribuyeron reglas con su imagen a los escolares. Eso fue jugar con las mentes infantiles. De allí llegaron a aguar la leche a los escolares y a poner en peligro el nacimiento de los bebés. ¿Seguimos?
Ese paternalismo llegó al colmo en México con Lázaro Cárdenas, llamado “Tata (Papá)” por su pueblo menesteroso. El “Tata” mantiene esa menesterosidad y lleva a una descomposición moral. La subasta reciente en internet de las esmeraldas de Evita Perón puede ser el botón de muestra de los motivos egoístas de esos abanderados de la justicia social.
Reconociendo que hay requerimientos que se hacen al Estado, ¿podemos todavía confiar en él como garante de rendimiento social?
UNA TEORÍA DE LA JUSTICIA
Es cierto que la gente se endurece. Pasó con la guerra por televisión y pasa en los semáforos. Ya no se bajan los vidrios ante los pedidos de limosnas. Pero, otra vez con el pensamiento judío, diferenciemos la Justicia de la compasión. Hay individuos que sí merecen ayuda. Así el propietario de una estación de servicio llevó a una chiquita, por su alegría, con un sueldo para limpiar parabrisas. La que no valía era la madre que quiso aprovecharse.
Ayudar al que está peor pareció encontrar a todos contestes como corolario de una “Teoría de la Justicia”. Pero no es totalmente correcto.
Imagine una familia con un hermano irresponsable que llega a tener un montón de hijos. El otro es responsable; procura salir adelante y se hará cargo de los suyos. Usted es el “pater familias” y se sentirá obligado a ayudar al que tiene necesidades actuales. Pero al hacerlo, automáticamente, hace la vida más difícil al hijo responsable.
No sólo con los impuestos de los ricos –que no importan a una sociedad envidiosa–, también con los que se le cobran al pobre que procura es que el Estado asume su rol benefactor. Y no hay otra manera de hacerlo.
Con todo que queramos lo mejor para estos niños, esta constatación es importante para la solución del problema: Volvernos más responsables.
EL ESTADO NO SABE QUÉ HACER
Con la menesterosidad la tentación populista se presenta al Estado. Como es sólo un parásito del mundo del trabajo no sabe qué hacer. Hace viviendas que se pueden terminar en seis meses; los beneficiarios no pagan la cuota y muchas llegan a ser abandonadas. Eso por la apropiación de gente ya con otra casa y porque no se ha pensado en qué iban a trabajar. Esto es lo primero. El pedido del sector productivo de usar las reservas de manera poco ortodoxa, que merece un análisis posterior, señala al Estado la necesidad de dar otra dirección a los recursos.
De los fondos estructurales del Mercosur, destinados otra vez a viviendas, se podría hacer así un uso más productivo. Podrían significar, esos US$ 30 millones canalizados por la banca de segundo piso, la instalación de quince agroindustrias de porte que demandarían producción campesina. Interesa considerar a esta población porque, al contrario de otros países, Paraguay vio a la suya quedarse en el campo –con una migración interna–. La ciudad llega a expulsar pobreza.
Como ejemplo, un empresario brasileño precisa hoy de mil hectáreas de menta. Puede ocupar a mil fincas campesinas. Al contrario de lo que pasó con el cedrón, tan requerido con el dengue, estas no serán abandonadas después de un impulso que atienda a la realidad. Aquella producción podía defenderse con la destilación de esencia de citronella por arrastre de vapor, como la conocida de petit-grain. Pero no era el Estado ni los bienintencionados refugiados en cómodos empleos los que iban a saber de la realidad del trabajo.
Atendamos a que “no hay que dar el pescado, sino enseñar a pescar”.