“En la vida, si uno quiere comprender, verdaderamente comprender cómo van las cosas de este mundo, debe morir, por lo menos una vez”. Esta es, seguramente, la frase más emblemática de El jardín de los Finzi-Contini, la novela más famosa de Giorgio Bassani, escritor cuyo centenario se recordó el viernes pasado.
Estas palabras son dichas cuando la obra está en sus páginas finales, en las cuales las reflexiones son melancólicas pero también muy sabias. Las pronuncia un consternado padre para con su hijo, quien es el protagonista de la novela. El hijo sufre por el amor de Micol Finzi-Contini, y su padre trata de confortarlo en una conversación que es representativa de lo que una generación que ya ha vivido lo suficiente puede decir a la siguiente que está empezando a conocer los sinsabores del mundo.
Que el amor de nuestra vida no sea tal, que nuestra devoción no sea correspondida, eso lleva a una sensación de desasosiego que comparamos a la muerte: nos sentimos morir. Pero esta clase de muerte, según el padre, es necesaria para poder vivir; el rechazo amoroso no nos debe llevar a no amar, sino a amar de otra manera. La muerte de la que habla el padre es dolorosa, pero uno debe salir fortalecido de ella, con un temple y madurez que nos llevarán a “verdaderamente comprender cómo van las cosas de este mundo”.
Pero esta idea del padre también puede aplicarse al contexto político-social. Era el año 1938 en Ferrara (Italia) y este padre es la cabeza de una familia judía que ve cómo se avecina inevitablemente la guerra provocada por el nazismo. Han venido sufriendo todas las leyes raciales del fascismo y un gran desencanto por la humanidad recorre el espíritu del padre y de varios de la comunidad judía y no judía de la ciudad.
Por lo tanto, morir, para el padre, también puede referirse a que estas grandes miserias en las que en tanto en tanto cae la humanidad nos llevan necesariamente a una madurez como comunidad planetaria. Es un crecimiento a golpes duros, pero que luego deben ser capitalizados para lograr cosas mejores. Aquel padre estaba desencantado con el fascismo, con la sociedad italiana e incluso con sus mismos congéneres judíos que nada hacían al respecto. Morir en este caso sería algo bien literal, pero que albergaba una esperanza de no repetición.
Aquel padre que hablaba a su hijo era un optimista, pues veía en la muerte, metafórica o real, un siguiente paso en la cual aparecemos más sabios, más nobles, más fuertes. Estar o no de acuerdo con esta idea ya no nos corresponde acá dirimirla. Solo quería limitarnos a reflexionar sobre estas líneas célebres que escribió aquel gran escritor que ahora tiene cien años cumplidos.