20 abr. 2024

Asunción, el poder y el pobricidio

Blas Brítez

Asunción, como centro de poder, escenifica el simulacro de una ciudad fiel a su propia imaginación poderosa, todos los días, en el ámbito de las ideas. Amplifica su imagen más allá de ella, como en una red. Bordeándola desde una no lejana periferia (no exenta de su influencia, pero periferia al fin), se ve desde otro lado el mecanismo viral, falsamente unánime, que opera en las miradas sobre sí misma y sus temas primordiales, sobre el mundo allende Calle Última; miradas que le pertenecen esencialmente a sus élites y a su sociedad civil, aunque las expresen otros grupos sociales; sociedad civil, a propósito, dicho en el sentido genuino de expresión ideológica que diseminan sus instituciones culturales, sus medios de comunicación y que el Estado asimila y gestiona.

Además de bordearla para auscultar su potencia hegemónica, no habitar las calles y las oficinas de Asunción, aunque más no sea por un par de días; no dejarse enajenar por sus tejidos sociales dominantes, pululantes, digitales; aislarse un poco también —pero dejar abierta una ventana para que entre el correo, como dijo Gabriel García Márquez que hizo el Dr. Francia, un utopista de la naturaleza—, puede resultar una experiencia interesante, aunque cada vez más difícil bajo los estándares actuales de comunicación masiva, explotación laboral brutal y libertad etérea del consumo.

Entre las semanas que pasaron y esta que declina, Asunción detuvo otra vez su totalitaria mirada panóptica sobre elementos extraños apostados en su geografía, excrecencias inquietas de su propia lógica de ciudad-para-el-mercado. Siempre se los mira y, como parte de la rutina, se los enjuicia moral y políticamente: a campesinos y cuidacoches. Con los indígenas suele haber una paisajística indulgencia si habitan las veredas o juegan al fútbol. Si ocupan las plazas, ya no. De los tres grupos, dos habitan la urbe y al otro le cobran cara su procedencia periférica como la de los alimentos que la ciudad consume. La Policía llama a “combatir” a los cuidacoches; los medios llaman a abandonar a su suerte a los campesinos. Las deudas son imperdonables y no importa su origen ni su destino.

Asunción está llena de trabajadores, pero aquellos que están en las esquinas o ambulan por ahí son menos ciudadanos, menos gente que otros. No son pues asalariados. Son pobres. Ocupan un gigantesco sector de la economía llamada, eufemísticamente, “informal”. Se los denosta, pero sin esa válvula anómala el paisaje de pobreza sería peor. Por lo que se la tolera. Las crisis los afectan más pero, al mismo tiempo, son de los que encuentran alguna manera de seguir batallando siempre, aunque más no sea en el último eslabón del contrabando. Lo seguirán haciendo hasta morir, sin haber tenido nunca una cuenta en el banco ni haber comprado algo online. Lustrabotas, vendedoras de frutas, de cartones de bingo, de dulces de maní, de cocido, de chipas, de tereré y de pohã ro’ysa, de artesanía, de películas y de videojuegos piratas: Asunción. La ciudad consume y, como consumidora, se arroja la elección de cómo agenciarse ese consumo: por eso están ellos. Si uno atiende, están hablando en guaraní y, a pesar de todo lo que suceda, siempre harán chistes. Y reirán con estruendo antiguo.

En 1930, Kurt Weill y Bertolt Brecht estrenaron la ópera Mahagonny, sobre la fundación en el desierto de una utópica ciudad-red que atrapa la alegría mediante el comercio, pero que termina en su autodestrucción entre el orden y la anarquía. Ese mismo año, Theodor W. Adorno notó que “nosotros mismos nos hallamos en Mahagonny, donde todo es permitido con una sola excepción: poseer dinero”.

Asunción se mece en una ola mundial antipobre. Los próximos años serán más pobricidas a ultranza, seguramente. Pobres de otra laya irán pidiendo cabezas de otros más pobres, como en la vieja arena romana; porque el pobricidio es hoy un espectáculo que el poder y la ciudad ofrecen para que los ciudadanos puedan ejercitarse en la aniquilación, simbólica o real.

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