«... uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Él le dijo: "?Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser?. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ?Amarás a tu prójimo como a ti mismo?. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”...»
Mateo 22, 34-40
Todo hombre siente insatisfacción en la vida presente, por grande que sea su bienestar. Tenemos reiterada experiencia de la ineficacia de los esfuerzos -sólo humanos- para lograr esa plenitud de vida a la que tendemos por naturaleza, como un deseo inevitable desde lo más profundo de nuestro ser. Una y otra vez intentamos satisfacernos siguiendo ese deseo innato, buscando tal vez lo que más nos deleita en el momento o aquello que pueda enriquecernos más..., pensando en un futuro delicioso. Tratamos de evitar todo lo que se opondría al logro de esos objetivos, sobre todo el sufrimiento... Sin embargo, siempre es inútil. Aunque consigamos satisfacer nuestros precisos deseos de autocomplacencia, esa plenitud tan ansiada no llega. Siempre deseamos más o se nos imponen circunstancias indeseables que no podemos evitar.
Sólo Dios, encarnado para nuestra salvación, tiene la respuesta definitiva al enigma de la completa felicidad humana. No está -nos dice- en buscar algo para nosotros, como una cosa más de las necesarias, convenientes o simplemente apetecibles que podríamos echar de menos. Esa vida plena tan ansiada -eterna la llama Jesús con toda precisión- sólo se consigue buscándole a Él. He aquí la gran enseñanza divina, la respuesta definitiva al interrogante del hombre insatisfecho en esta vida: la máxima plenitud humana consiste en conocer a Dios y amarle por encima de todo. Se tratará de aplicarnos cada uno la lección recibida y, con la esperanza de esa vida eterna, que pronto se insinúa en el alma como un ideal accesible, casi sin querer, manifestaremos también a nuestro alrededor nuestra experiencia, inigualable para muchos.
A sus discípulos: a todos los que nos sabemos hijos de Dios, ha confiado la tarea de extender la salvación hasta el último rincón del planeta: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado”. Con lo que esta misión, que de modo expreso nos encomienda Jesucristo, queda convertida en una parte de lo que quiere que aprendamos de Él. Difundir el Evangelio, enseñando a otros la doctrina de Jesucristo, se hace imprescindible para alcanzar no sólo la vida eterna al abandonar este mundo, sino la mayor felicidad posible en esta vida, pues el Señor -todo Amor- no nos pide algo si no es para nuestra felicidad: el ciento por uno en esta vida, nos tiene dicho.
Jesucristo es el único camino para la salvación eterna. Los hombres no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo. Esta mediación suya insustituible y universal, lejos de ser obstáculo en la marcha del hombre hacia Dios, es la vía ideal establecida por Dios mismo.
Al querer Dios que le amemos, espera que lo hagamos como hombres, manifestando adhesión a la persona de Jesucristo que es Dios y es hombre.
Amar a Dios sobre todas las cosas supone, pues, verdadero afecto, cariño real, como el que tenemos a las personas que más amamos, y es también seguimiento eficaz, cumplimiento dócil de su voluntad, con fortaleza si fuera preciso, para que no se quede aquel afecto en apariencia de amor, en simple sensiblería.