No es lo mismo decir “conozco” un país porque estuve un par de semanas, que haber vivido un año entre su gente, que en realidad es la que explica su historia, sus vivencias, su cultura en general. Es la que constituye este México singular que saluda en tres tiempos, besa de un lado y se apresura en sacarse de encima a alguien con el “ahorita” siempre oportuno, grácil y pícaro. El México de suculentos desayunos, de gente apurada en las calles, de metros apretujados, donde el temor a entrar y a salir lo convierte a uno en un futbolista americano a la fuerza. Ese que ha “sexado” los vagones del metro para evitar que el repetido rito del ósculo constante se transforme en algo más profundo y molestoso (?).
Me voy después de un año de haber conocido un país variado, que cambia en su geografía y donde el clima con la altura se encargan de decirnos cuántos Méxicos se esconden tras sus montañas, mares, volcanes, desiertos, ríos y selvas. Esta misma jungla que devoró Palenque y que hoy resurge para anonadarnos en esas ruinas mayas que gritan su esplendor, compitiendo con Teotihuacan y con los rastros de cultura azteca que emergen en cada palada de construcción en el centro de esta ciudad cosmopolita. Pero que siempre nos reencuentra con ese Paleolítico de la felicidad, que Octavio Paz retrató tan bien en El laberinto de la soledad, para, con el pretexto de descifrar lo indescifrable, darnos pautas para comprender nuestro propio ethos.
Cómo no terminar sintiendo una gran nostalgia al dejar esta tierra de gente amable y cordial, donde unos cuantos desubicados por la violencia quieren hacernos temer y huir de ella.
Pero, es curioso, a cada noticia trágica vuelve a emerger otra que nos obliga a mirar la vida desde una perspectiva de reencuentro con el lado amable de este país inmenso, variado, extraño y cercano a la vez. Este México donde cada latinoamericano se siente en su patria. Hay tanto de nosotros en ellos y tanto de ellos en nosotros, que cada vez que canta José Alfredo Jiménez nos habla de nuestros miedos, amores, frustraciones y sueños. Los mismos de casi 25 millones de habitantes en esta gran ciudad que fue mi casa por un año.
Aquí, con algunos amigos quisimos enviar un mensaje de confianza y de audacia, construyendo un centro de pensamiento sobre la libertad de expresión, desde donde anteponerse a aquellos que quieren acabar con ella por el atajo de la muerte y la persecución.
Me voy con el gusto de haber vivido una experiencia singular. Haber convivido en sus aulas con jóvenes talentosos y pletóricos de sueños, que de vez en cuando sacan “el malinchismo”, ese fantasma que cada mexicano parece tener en el clóset, para buscar explicar lo que “no pudimos ser”. He compartido jornadas inolvidables en Puebla, Oaxaca, Ixtapa, Cuernavaca, Villa Hermosa, Pachuca, Mazatlan, San Cristóbal de las Casas, Culiacan, Los Mochis, Guadalajara y varios pequeños pueblos, donde el taco oportuno y el tequila cómplice emergían para sellar a cal y canto una amistad profunda a la que no importaba no volverla a repetir.
Este México de 110 millones de habitantes, que ha decidido mirar hacia el norte, mientras en el sur goza de una simpatía cercana en música de Lara, Manzanero o Jiménez, o en la vigorosa retórica educacional de Vasconcelos, en los colores y rostros de Rivera, o en la extraña simbología de Kahlo. Este país que mira sus volcanes, que es como mirarse a sí mismo. En la despedida solo queda un saludo en tres tiempos, un beso en la mejilla y un “ahorita” cierto con una lágrima suelta.