Por Benjamín Fernández Bogado
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La expresión popular dice “vai vai suerte raîncha” (mal que mal para que nos venga la suerte) y resume en varios sentidos nuestra concepción ante la vida. La manera como la percibimos, como la hacemos y como la proyectamos. Y en contraposición, cuáles son los valores que aborrecemos. Racionalidad, ideas, pensamientos, análisis, planificación son conceptos abstractos o desconocidos en la práctica común. Aquello de hacer las cosas sin importar sus antecedentes y sus consecuencias lleva a los gobiernos a tener que empezar siempre de nuevo aunque sea con el mismo partido. No se aprende porque se piensa que la fortuna o el azar nos sacarán de la ciénaga en la que estamos. Por eso el pensamiento es subversivo, marginal y hasta si se quiere molestoso. Los que llegan al poder saben que fue la suerte y no la preparación ni el compromiso los que permitieron su acceso. De ahí que cuando llegan creen más en los augures que en los pensadores. El poder es azaroso y solo requiere que las cosas se hagan “mal que mal” para que ella, la suerte, no lo abandone.
La política, por ende, está llena de chamanes, adivinos, prestidigitadores o quirománticos. A ellos recurren muchos que ocupan lugares en el poder sin llenarlos y en ellos se confía ante la ausencia de la reflexión que permite construir bases sólidas. Por eso creemos que la palabra por solo emitirla produce milagrosamente sus efectos cuando en la realidad ella debe ser trabajada duramente para hacerla viva. Concertación, alianza o pacto tienen esa connotación mágica que al emitirla creen muchos tontamente que se hará posible. De ahí la gran dificultad de hacer entender que la mayor riqueza de un país es el conocimiento. ¿Puede una nación definir un rumbo o saber qué liderazgo necesita cuando casi el 50% de su población es analfabeta? ¿Puede comprender el sentido de la democracia o el valor de la libertad o acaso la fuerza de la responsabilidad en un ambiente refractario a conducirse por normas que se aceptan y que se cumplen? El gran déficit en la construcción de un país serio está en que la base del análisis desprecia profundamente a la razón y es proclive a desafiar la ley de la gravedad, aunque ello termine en suicidio.
Nuestra percepción es que la suerte guía a un país que navega en aguas procelosas donde la ausencia de conocimiento se revela de manera catastrófica en pobreza, marginalidad o corrupción, o algo peor: improvisación. No hay ámbito del quehacer público o privado que no sienta sus efectos demoledores en la conciencia de un país que no logra entender el oleaje y menos aún: el rumbo de la navegación. El naufragio es siempre así una posibilidad concreta y la angustia o depresión llena las estadísticas de suicidados o marginados.
Hemos jugado a los dados demasiado tiempo. La razón convoca a entender el futuro con racionalidad. De lo contrario, nos seguiremos quejando de los mismos y de lo mismo incluso de aquellos viejos “chamanes” que siguen invocando la lluvia, la producción o la protección a dioses esquivos y trashumantes.