20 abr. 2024

Voto por la roca

Por Luis Bareiro

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Si los dinosaurios hubieran podido aceptar o rechazar el meteorito que acabó con su reinado, huelga decir que jamás habrían votado por la extinción. Y, sin embargo, hay por ahí unos cuantos ingenuos que creen que esto sí puede ocurrir en la Universidad Nacional de Asunción.

Echemos primero un vistazo al mundo de los saurios académicos (una composición de palabras imposible en países serios). Unos estatutos antediluvianos permiten que la construcción del plantel de profesores se cimiente casi exclusivamente sobre dos factores criollos: tiempo y amiguismo.

Usted puede ser un genio de la medicina de 35 años que acaba de descubrir cómo impedir el proceso de degradación natural de las células, ser candidato al Nobel de Física o haber inventado el sucesor de los teléfonos inteligentes, que igual para enseñar en alguna de nuestras facultades públicas deberá empezar como simple ayudante de cátedra, y aguardar no menos de tres lustros para –con suerte y contactos– alcanzar la titularidad.

Incluso si usted es un superdotado que consiguió publicar diez artículos en revistas tan prestigiosas como Nature o Science, igual estará por debajo de algunos ilustres profesores locales que aparecen con cientos de publicaciones, aunque estas no resistan el menor análisis académico. Si las revisamos veremos que son artículos divididos en tres o cuatro publicaciones (aunque formen un solo cuerpo), que supuestamente son citadas por otras investigaciones (que resultan ser del mismo autor) y que con un par de palabras cambiadas o unos párrafos nuevos vuelven a publicarse una y otra vez en editoras vinculadas con la misma cofradía del presunto investigador. Es de lejos la peor de las chapucerías.

Los aventajados en este escenario de chantas terminan en la mayoría de los casos administrando cargos y finanzas en las facultades. Allí se completa el cuadro de terror. Fondos para investigación se convierten en sobresueldos para los amigos. Los cargos de confianza se cubren con incondicionales que luego votan por la permanencia de las mismas autoridades que los colocaron en el cargo. Y, por supuesto, el infierno público no está completo sin la corrupción. Viajes pagos para congresos y seminarios de dudosa utilidad (siempre en lugares turísticos), parientes, amigos y queridas en la nómina, sobrefacturaciones, desvío de fondos, en fin, la rutina conocida.

En este mundo del mesozoico académico sobreviven a duras penas algunos catedráticos brillantes, unos pocos apasionados de la ciencia y verdaderos quijotes de la investigación. Pero casi no tienen influencia. Un mundo seguro para los dinosaurios y un infierno para el estudiante. Para derribarlo hay que empezar por cambiar los estatutos que constituyen la matriz de la universidad. Y esos cambios tienen que ser aprobados por la máxima autoridad universitaria, un cuerpo colegiado que hoy tiene una mayoría absoluta de los representantes de los mismos dinosaurios, cuya extinción es el principal objetivo de la reforma.

Y esa nomás es la razón del clamor de los estudiantes. Piden que los dinosaurios, cuanto menos, no tengan mayoría. Es tan estrictamente justo y básico que no me queda sino suponer que quienes están en contra solo pueden ser parte de los saurios o, peor, de los ingenuos que creen que si en el Jurásico había elecciones hubiese ganado el meteorito.

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