El teléfono sonó en la casa de Ben Bradlee. Era marzo de 1965. Katharine Graham, editora y propietaria del Washington Post, llamaba para invitarlo a comer en un selecto club de la Calle F, en donde solo ella podía pagar la cuenta por ser miembro. Bradlee había llegado a un punto muerto en su trabajo de editor en la revista Newsweek. Su matrimonio estaba empantanado, con amenazas ciertas de extinguirse. Necesitaba desafíos. Hacía 14 años que había dejado el periódico que Phil y Kay Graham convirtieron en el principal de la capital del país y que aspiraba a pelearle la preponderancia nacional al New York Times. Ese almuerzo formaba parte de un proyecto en ese sentido. Por lo menos en lo que concernía a Bradlee. Graham le ofreció volver y el 2 agosto estaba de vuelta en el Post. Tres meses después se convirtió en su director adjunto.
Bradlee ignoraba demasiadas cosas del engranaje técnico y administrativo de un periódico. Mientras iba aprendiéndolas, recurrió a lo único sobre lo que sabía bastante: identificar buenos periodistas. Llenó vacantes con talento y espaldas anchas. Incorporó a un periodista reputado directamente traído del New York Times, David Broder. “Nunca dejamos de reclutar gente”, informó Bradlee en sus memorias de 1995, A Good Life (La vida de un periodista, Aguilar, 1996). La base de su plan fueron siempre los reporteros. Aquellos que no solo amaban el oficio, sino que estaban en condiciones de asumir su particular cruzada como propia: competir y superar al New York Times. Para ello debía ordenar su trinchera: aumentar el presupuesto en periodistas, mejorar la producción, hacer desaparecer las erratas y, sobre todo, hacer entender al Departamento de Publicidad —que dominaba el diseño y supeditaba tiranamente la noticia al imperio de los avisos— que un periódico se vende por la calidad de la información y no por otra cosa. La oportunidad de un mano a mano con el New York Times no tardó en aparecer. A comienzos de 1971, cualquiera en la Redacción del Post sabía que el Times estaba trabajando en algo grande. El 13 de junio, el diario neoyorquino publicó documentos del Pentágono (entonces clasificados y filtrados por Dan Ellsberg, voluntario de la Marina), referentes a la Guerra de Vietnam y la administración de Lyndon B. Johnson (1963-1969), conflicto que el presidente utilizó para sacar ventajas electorales. El gobierno de Richard Nixon intentó impedir judicialmente las siguientes entregas y lo logró. Por un tiempo. El tiempo necesario para que Bradlee y los suyos consiguieran una copia. “El New York Times estaba silenciado; el cómo daba igual”, escribió Bradlee años después, con cinismo. Entonces, el Post publicó su propio análisis (hecho en 12 horas) de las 7.000 páginas. Y recibió el mismo contraataque jurídico. Los trabajos y los días en la batalla por publicar aquellos documentos son la materia de The Post, la película que dirigirá Steven Spielberg, con Tom Hanks, en el papel de Bradlee, y Meryl Streep, en el rol de Graham.
Story llaman los anglosajones a lo que aquí llamamos ampulosa (y a menudo falsamente) investigación o reportaje. Historia. Una que bien vale una película.