26 abr. 2024

Un ex obrajero revela que conoció a Mengele en la granja de Hohenau

Alfonso Monzón Meyer era dueño de un obraje en los años 60, vecino de la granja de Alban Krug. “Sabía que él protegía a Josef Mengele. Un día fui hasta su casa y encontré allí al médico nazi”, afirma.

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Andrés Colmán Gutiérrez

ENCARNACIÓN - ITAPÚA

Después de medio siglo, el pacto de silencio se empieza a quebrar. Los protagonistas aún vivos que conocieron al médico nazi de Auschwitz y criminal de guerra Josef Mengele, durante los cinco años (entre 1959 y 1964) en que visitó el Paraguay al amparo de la dictadura stronista, y los pocos más de dos años (1961 y 1962) en que vivió oculto en una granja rural en Poromokó, Hohenau, ahora se animan a compartir sus testimonios.

En la noche de un viernes, tras una charla en la Libroferia de Encarnación, una llamada telefónica del arquitecto César Monzón nos pone tras una nueva pista: “Hemos leído las crónicas publicadas en Última Hora sobre el doctor Mengele en el Paraguay. Mi padre lo conoció personalmente y está dispuesto a contarlo”.

A la mañana siguiente, César nos busca en el hotel y nos lleva al encuentro de su padre, Alfonso Monzón Meyer, un conocido ex empresario obrajero y además autor de varios libros, entre ellos Ymaguare Paraguay rekove y El grito de la selva. A sus 91 años, don Alfonso mantiene una extraordinaria lucidez.

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PROTECCIÓN. “En la década de los 50, junto con mi socio Lorenzo Garbett (padre del músico Jorge Garbett) compramos una propiedad de 1.200 hectáreas, con áreas de bosques, en la zona de Morena-í, Poromokó, Hohenau, donde establecimos un obraje para explotar la madera. Nuestro vecino era el colono alemán Alban Krug, de quien se decía que protegía al criminal nazi Josef Mengele”, relata Monzón Meyer.

Los peones del obraje ya compartían el rumor de que un criminal nazi estaba escondido en la vivienda rural de estilo alemán de Alban Krug, a unos 16 kilómetros del centro urbano de Hohenau.

“En esa época, la zona estaba rodeada de monte, se llegaba por una estrecha picada. Era un lugar muy ais- lado, ideal para tener a alguien escondido”, narra don Alfonso.

HUÍDA. Acusado de asesinar a miles de prisioneros judíos y realizar con ellos horrorosos experimentos genéticos en el campo de concentración de Auschwitz, durante la Segunda Guerra Mundial, Josef Mengele huyó a la Argentina, donde vivió varios años protegido por el régimen del presidente Juan Domingo Perón.

La caída del peronismo y el secuestro de otro buscado criminal, Adolf Eichman, por un comando judío, lo obligó a mudarse al Paraguay en 1960, donde ya había obtenido la nacionalización, merced a la gestión del aviador Hans-Ulrich Rudel, gran amigo del dictador Alfredo Stroessner.

El inmigrante alemán Werner Jung, propietario de la Ferretería Alemana, y el ex militar ruso el barón Alexander von Eckstein, se encargaron de brindarle protección y lo llevaron a vivir a la casa del colono alemán Alban Krug, uno de los principales promotores del nazismo en las Colonias Unidas de Itapúa.

VISITA. Una mañana del año 1962, Alfonso Monzón Meyer acudió a visitar a su vecino Alban Krug en la granja de Poromokó y vio a un hombre extraño, de aspecto alemán, sentado en el corredor.

“Por las fotos que había visto antes, me di cuenta en seguida de que era el doctor Josef Mengele. Él me saludó con amabilidad, pero no habló una sola palabra. Allí confirmé que realmente Alban Krug lo tenía escondido en su casa”, relata.

Meses después, en Encarnación llegaron enviados de organizaciones judías a buscar a Mengele. “Repartían panfletos con su foto y ofrecían millones de dólares por su cabeza. Uno de los capataces de Alban Krug, de apellido Cubas, me dijo: ‘Si hubiera sabido que valía tanta plata, yo mismo le cortaba la cabeza y le entregaba a los judíos’”, recuerda don Alfonso.

El antiguo obrajero narra que, en esos años, en todas las colonias alemanas de Itapúa había una gran simpatía por la ideología de Adolf Hitler.

“Muchos inmigrantes eran nazis. En las escuela alemanas se enseñaba el nazismo. Había una gran discriminación contra los paraguayos, no nos dejaban entrar en las fiestas exclusivas que realizaban. Ni siquiera nuestros muertos entraban en sus cementerios. Por suerte eso cambió”, destaca.