24 abr. 2024

Un brindis sin alcohol

Pasaron años desde la última vez que se tomaron una copa. El alcohol ahora solo es un mal recuerdo del pasado y ya no forma parte de su sistema. Ellos hoy brindan por la vida con jugo, agua o gaseosa.

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Getty Images

Por Natalia Ferreira Barbosa

En las navidades pasadas de estas personas no importaba compartir en familia, la cena de Nochebuena o los regalos. Lo principal era brindar, una y otra vez, hasta olvidar el motivo. Estos personajes no salieron de ningún cuento de Navidad. Como cualquier ser humano, tuvieron momentos de oscuridad en los que lastimaron a quienes amaban, y sobre todo a ellos mismos. Para ellos estas fiestas representaban otra excusa para beber alcohol. Ahora, en sus navidades, no prueban una sola gota de alcohol, y para llegar a esto, pasaron por mucho. Cuando estaban a punto de perder lo que más querían, tomaron una decisión que cambió sus vidas.
Se trata de Ana (67) y Casimiro J. (59) —nombres ficticios—. Ambos provienen de familias sin historial de abuso de alcohol, empezaron a beber de forma progresiva y sin darse cuenta terminaron haciéndolo todos los días. Intentaron abandonar el hábito en solitario sin éxito, hasta que ingresaron al grupo de Alcohólicos Anónimos. A pesar de que él lleva casi 20 años de sobriedad y ella, 40, siguen reconociéndose a sí mismos como enfermos recuperados.
Escapando
Cumpleaños, feriados y fiestas de fin de año eran las ocasiones en las que Casimiro J. Bebía; era lo que se conoce como bebedor social. Luego, todos los domingos le gustaba saborear whiscola. Después la cambió por la cerveza y a los domingos se sumaron los demás días de la semana, a cualquier hora, y al poco tiempo empezaron los problemas con su familia. “Lo que me marcó era que mi mamá me decía que dejara de tomar. Ella no dormía cuando yo salía de parranda. Al día siguiente me pedía que dejara de beber. Hubo épocas en que dejé de tomar, pero al mes volvía a caer. No entendía qué pasaba dentro de mí”, recuerda.
Sin entender por qué no conseguía detenerse, Casimiro J. solo le daba a su cuerpo lo que este le pedía. Cuando lo acusaban de estar borracho, él lo negaba, y si le reclamaban por el dinero que gastaba bebiendo, respondía que él no se lo pedía a nadie. Aseguraba que él tomaba cuando quería. Las fiestas a las que iba solían tener el mismo desenlace: él, ebrio, peleando con alguien. Un día tocaron a su puerta dos personas, justo cuando él buscaba ayuda desesperada para dejar de beber: eran miembros de Alcohólicos Anónimos. A mediados de febrero del 97 asistió a la primera reunión, se sintió identificado y notó que no era el único con ese problema. Antes Casimiro tenía otro concepto de lo que era un alcohólico, tenía la imagen de un anciano atado a una botella de caña. Hoy, cuando ve a alguien rendido por el alcohol, ve su espejo.
“Ahora tengo invitaciones de todos lados, de los sobrinos, hijos y hermanas... Hoy soy como el niño mimado, antes era repudiado. Me invitaban con la condición de que no bebiera. Hoy mi familia me dice: ‘Queremos compartir contigo en estas fiestas’. Antes eso no sucedía y por ese cambio doy gracias cada día a Dios. La única forma de pagarle por este presente es ayudando a los otros”, cuenta emocionado.
Es probable que esta noche Casimiro esté disfrutando de un plato de pescado, acompañado de la sopa paraguaya que hace su hermana. Lo importante para él ahora es la sobriedad y vivir una alegría auténtica, no aquella falsa y momentánea que produce el alcohol. “Para brindar tengo mi gaseosa o un vaso de jugo. En mi casa, sin que lo haya pedido, la gente fue disminuyendo su consumo. Antes todos bebían, ahora en Navidad y Año Nuevo en la mesa de mi familia no hay ni una botella de alcohol, ni siquiera de sidra. Eso para mí es un milagro de Dios”.
Falso bienestar
“Aunque era una persona con todas las oportunidades en la vida, no supe enfrentarla. Tuve miedo, y el consumo de alcohol tenía un efecto maravilloso. Buscaba ese nirvana permanente, hacía uso y abuso del alcohol. Soy adicta al trago y las adicciones no se curan. Es una enfermedad que no pedí tener ni se la deseo a nadie. Es progresiva, nadie se vuelve alcohólico en un día”, explica Ana.
De adolescente, en alguna fiesta familiar, ella probó por primera vez el clericó cuando nadie la veía. El efecto producido por el alcohol la atrajo y desde ese entonces procuró probarlo con más frecuencia. Luego de casarse, muy joven, a los 18 años, y lejos del control familiar, encontró la libertad para consumir. Su esposo trabajaba por las mañanas y a la noche asistía a la universidad, mientras ella se quedaba en la casa. Al principio tenía borracheras ocasionales, que luego se volvieron más intensas y frecuentes.
“Teníamos muchos problemas de pareja, él se enojaba mucho hasta que me prohibió que bebiera, pero no pude prometerle ni cumplirle a él ni a mí, ni a Dios ni a nadie. Me privaba del dinero para que no consumiera, pero el bebedor se las ingenia. Siempre hay alguien que tiene un poco más. Iba junto a vecinos o parientes que, sabía, eran bebedores. Inventaba cómo hacerlo, si mi esposo me dejaba dinero para el yogurt o las frutas de mis hijos, yo compraba menos, y de lo que sobraba tenía para mis bebidas. Yo pensaba que no iba a llegar a los 30 años”, admite.
Para cuando Ana tenía 25 años, su hábito había causado estragos en su matrimonio. Al poco tiempo, su esposo le advirtió que se iría de la casa con los niños. Cuando intentó dejar de beber por sí misma, no lo consiguió. Buscó a alguien que la escuchara y encontró a un sacerdote que le contó sobre Alcohólicos Anónimos, y asistió a la primera reunión cuando tenía 28 años. Ellos le ofrecieron ayuda para dejar de beber por 24 horas y es así como vivió estos años, un día a la vez.
“Antes, en las navidades, procuraba tener mi conservadora aparte o mis tragos extra solo para mí. Entonces, cuando se iban a dormir los demás, me podía quedar a consumir. Una cosa triste es terminar siempre con zapato taco alto en la mano, con el maquillaje como si fuera una payasa. Al día siguiente tenés el sentimiento de culpa, la resaca y los ojos que te miran con acusación. Tanto daño me hice a mí misma... Sin embargo, ahora puedo disfrutar de las fiestas de otra manera. Veo los adornos de la mesa, saboreo las comidas, los dulces, el juego de los niños y las sonrisas, cosas que cuando estaba borracha qué me iban a importar. ", reconoce.
Hoy ella siente que encontró su misión al ayudar a otras personas que están pasando por lo que una vez ella sufrió. Con el tiempo recuperó nuevamente la confianza de su familia y esposo, quien hoy se siente orgulloso de su trabajo. En estas fechas y en cualquier otra, insiste en que las personas no ofrezcan a los demás alcohol. Nunca se sabe contra qué demonios una persona está luchando. Entonces es mejor no ser parte del problema.

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Cuando no se puede parar
Considerar el consumo abusivo de bebidas alcohólicas como una decisión personal es caer en un error, porque existe una adicción de por medio que produce síntomas físicos y síquicos: el deseo descontrolado de beber, seguido de la pérdida de control en el consumo. “Cuando comenzamos, no podemos parar. Un vaso no es mucho y 1.000 no son suficientes... La familia no entiende esto, entonces no sabe cómo ayudar al enfermo alcohólico. Sienten repudio por el bebedor y usan frases como ‘bebés porque no nos querés’, ‘bebés para vengarte de nosotros’. Existe una comunidad de ayuda a familiares que se llama Al-Anon, que les sirve para recuperarse, porque el enfermo alcohólico daña a la gente de su entorno”, afirma Casimiro J., parte del grupo de Alcohólicos Anónimos (AA) que el próximo año cumple en el país 41 años de vida.
Quienes deseen interiorizarse más sobre el programa, pueden acudir a la sede de AA, ubicada en la casa parroquial de la Recoleta (Mariscal López esquina 23 de Octubre), de lunes a sábados, de 19.30 a 21.00. Para más datos, se puede llamar a la Oficina de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos: (021) 907-805.