La historia tiene tantas aristas. La mujer sintió dolores de parto en el colectivo y bajó desesperada en busca de ayuda. Entró a una farmacia y el propietario, en un acto de suprema indignidad, la echó para evitarse problemas. Intentó alcanzar otra, pero una fuerte contracción la tumbó. Cayó al suelo en la vereda, y allí, rodeada de tres o cuatro pasajeros que la siguieron desde el ómnibus, dio a luz a un varón de dos kilos y medio.
Llovía. Un colectivo se detuvo justo al lado de ese alumbramiento público. Dos hombres que vieron al bebé desnudo en brazos de una de las parteras de facto se quitaron la remera y la arrojaron por la ventanilla para que cubrieran con ellas al recién nacido. Había suficientes elementos para calificar esa sucesión de eventos de hondo contenido humano como un todo inexplicablemente único, un milagro para los místicos.
Luego vinieron los detalles menos estimulantes. Era el vigésimo parto de la mujer. De los veinte retoños, ocho fallecieron en circunstancias no explicadas. Ella vive de la venta de yuyos. Su pareja, que se presentó ante las cámaras como un padre laborioso que fabrica dulce de maní para venderlos y mantener así a su copiosa prole, tiene una larga lista de denuncias por atropello de domicilio y violencia intrafamiliar.
El comisario de su barrio lo calificó como un “viejo amigo del calabozo”. Una veintena de vecinas montó guardia frente a su vivienda –un precario rancho de madera y paja que está a punto de venirse abajo– para evitar que “como acostumbra” –según ellas– se aparezca borracho y se robe lo que la gente donó para el bebé.
Cuando se le preguntó a una profesional del Ministerio de Salud cómo después del quinto o el sexto o el séptimo parto nadie del Estado se acercó a recomendar enérgicamente a esta pareja el uso de algún método anticonceptivo, la mujer respondió con dolorosa resignación que ya no saben cómo luchar contra la contracultura machista y el extremismo religioso que neutralizan cualquier intento práctico de control de la natalidad.
Me pareció que exageró sobre la cuestión religiosa y lo comenté en las redes sociales. Al toque me respondieron varios de los extremistas afirmándome que la simiente del hombre tiene por único fin la procreación y que cualquier otro uso es contrario a la vida.
Casi me caigo de espaldas. Según esto, millones de adolescentes cometen genocidio a diario, algunos varias veces al día. Es más, es seguro que esas prácticas “criminales” se mantienen en innumerables casos a lo largo de toda la vida “útil”.
Es obvio que para desmontar toda esta construcción contracultural en torno al uso práctico de un simple adminículo que puede evitar barbaridades como la de esta mujer alumbrando su vigésimo hijo en la calle es necesario empezar en las aulas.
Que las iglesias se encarguen de sus fieles, el Estado necesita retornar al preservativo al pabellón de los héroes.