La historia de los encuentros entre la literatura culta, la popular y la de masas es reciente. De hecho, yo arriesgaría un año específico de inicio: 1980. Fue cuando el semiólogo italiano Umberto Eco (alguien que estudiaba la producción e interpretación de sentido en los textos y en la cultura) dejó a un lado sus investigaciones científicas y publicó la novela El nombre de la rosa. Difícilmente antes de esa década –con la sospechosa posmodernidad de fondo y su mestizaje signado por la lógica comercial que comenzaba a vender la música de Bach en los supermercados–, alguien hubiera sido capaz de tener la soltura y las agallas de escribir una obra de ficción ambientada en el siglo XIV en la que tanto se debaten teorías epistemológicas como se siguen los misteriosos crímenes en una abadía benedictina en la que un ciego custodia una biblioteca. Es decir, una historia trepidante que lo mismo aborda complejidades sociales (herejías y segregación), como genera la ansiedad de saber quién es el asesino. Alta cultura, literatura de folletín y lectura de masas se dan cita en un libro que vendió quince millones de ejemplares.
La fórmula fue copiada hasta el hartazgo, y treinta y seis años después abundan las novelas de tema histórico-cultural, abordado con cierta retórica filosófica o científica, pero ninguna con la originalidad y la profundidad narrativa de Eco. Con el tiempo el mismo autor cayó en la tentación de repetir su receta y no creó nada demasiado recordable en materia ficcional, aunque yo me río cada vez que recuerdo la sutil burla a los métodos científicos que hace en El péndulo de Foucault, cuando recuerda que el piramidólogo Piazzi Smyth, defensor de la simetría matemática en la construcción de las pirámides egipcias, fue visto por un discípulo “limando los salientes graníticos de la antecámara real, para que sus cálculos encajaran”.
Su ensayo Obra abierta sigue siendo una lectura fundadora para entender el arte contemporáneo como un territorio en el que el artista deja abierta multiplicidad de puertas para que penetremos en cualquiera de ellas y nos convirtamos también nosotros en cómplices de la creación. Su lectura de James Joyce, su divulgación en el campo de la estética, también perdurarán.
Últimamente, me resultaba un tanto insoportable su repetitiva cantinela sobre los medios de comunicación y su copla mediática acerca de que “antes todo era mejor” en las comunicaciones. Había cierta ingenuidad generacional en su desprecio por la cultura digital. Aun así, Eco no eludió nunca el debate público y junto con Noam Chomsky y algún otro era, hasta el viernes pasado, de los pocos intelectuales a la vieja usanza que estaban vivos. Afortunadamente, de Umberto no solo nos queda el nombre.