Christopher Small (1927-2011) fue un extraordinario músico, educador y etnomusicólogo neozelandés. Hace ya más de una década, la lectura de su libro Música. Sociedad. Educación hizo que mi cultura musical se ampliara y, todavía más influyentemente, se desprejuiciara. Identifiqué entonces cuán etnocéntrico era en mis filias y, sobre todo, en mis fobias sonoras. Antes de la lectura de ese libro, estaba colonizado por la idea de que lo “primitivo” era —además de lo “pobre"— lo contrapuesto al tipo de elaboración heredado de la música barroca europea. Esta sería así una especie de cumbre de lo musical, basada en la concepción de la complejidad como atributo cuasi divino. Su opuesto sería lo despojado de los sonidos “marginales”.
En el libro de Small, este cuenta que una vez le hizo escuchar a un músico popular armenio, prácticamente desconocedor total de la música europea clásica, una sinfonía de Beethoven. El músico oyó atentamente las idas y venidas imaginativas de uno de los principales orgullos de la música occidental. Al terminar de hacerlo, se quedó un rato callado y cavilante. Luego, dictaminó:
—Demasiado repetitivo.
Para un músico que bebió de las milenarias fuentes al mismo tiempo europeas y asiáticas, extraordinariamente diversas, el “genio” de Beethoven —hay que reparar en el hecho de que solo Occidente reserva un aura de “genialidad” a sus artistas, supuestamente únicos e irrepetibles— tenía sus “bemoles”. Eso le parecía porque la música es, esencialmente, un producto cultural e histórico y, como tal, su oído obraba en consecuencia. Pero al armenio jamás se le ocurriría decir que, por menos repetitiva, su música fuera superior a la de Beethoven.
Sostener la idea de “superioridad musical” (o llanamente de “inexistencia” de una de sus formas) con argumentos que tienen que ver con la “monotonía” o la “pobreza” de lo que se quiere impugnar, linda con los peligros del autoritarismo cultural que no se diferencia del político. Y con el neocolonialismo. No hace falta recordar a Hitler y su proyecto de convertir los grandilocuentes coros wagnerianos en el soundtrack de la Europa aria e inmaculada, mientras prohibía el swing “negro”, esa música monótona que se baila.
El crítico musical de The New Yorker, Alex Ross, recuerda en su libro Escucha esto que la “chacona” fue la música más popular en el cenit del imperio español en el siglo XVII. Su origen era casi seguramente americano. Todos la bailaban. Se basaba en una línea de bajo en “ostinato”, es decir, en una obstinada repetición acórdica. Para dar una mejor idea de ella, se puede hacer un parangón: era la cachaca del Siglo de Oro español, aun cuando haya sido una música cortesana. Ross hace notar que Johann Sebastian Bach introdujo la chacona en el último movimiento de su Segunda Partita para violín solo. Hoy nos resulta irreconocible esa influencia de la cachaca de la era de Felipe II en el más grande compositor del barroco europeo.
Estos dos ejemplos relativizan la idea de superioridad de un estilo musical sobre otro. Toda música está cargada de cultura y de historia. El oído también, según quiénes y dónde seamos. Esa es la riqueza de ambos.