Cuando los directores de cine François Truffaut y Claude Chabrol se propusieron entrevistar a Alfred Hitchcock en 1955, en Joinville, Francia, no contaban con el hielo. Habían visto una escena del montaje de Atrapa un ladrón —que el director británico había filmado en la Costa Azul— en la que Cary Grant y Brigitte Auber conversan en una canoa, con el oleaje manso de fondo. El Maestro les pidió que lo esperaran en un bar que quedaba frente al Studio Saint-Maurice en donde el director de Vértigo estaba trabajando.
Llegada la hora, quienes en aquel entonces solían hacer crítica cinematográfica para el Cahiers du cinema cruzaron la calle para entrar en los estudios como dos niños que iban al encuentro de un regalo largamente esperado. No se dieron cuenta del momento en que el borde del asfalto se convirtió en el borde de un estanque helado. En un segundo, tenían el agua hasta el pecho, con el magnetófono para grabar a Hitchcock posiblemente arruinado. Mojados completamente, igual se presentaron ante su entrevistado. Este los miró de arriba abajo, y tuvo la deferencia y el tino levemente irónico de decirles que se encontraran en la noche, ya secos y cambiados, para hacer por fin la entrevista que ayudaría a principiar la historia de amor entre Francia y el arte (ciertamente inasible para algunos en la industria de Hollywood) de Alfred Hitchcock.
Pero lo que de veras me importa de esta anécdota es que el director inglés la seguía contando todavía años después. Y que esta tenía una versión hitchcockiana que sus interlocutores ocasionales, seguramente, naturalizaban por contener elementos muy típicos de esos pasajes ligeramente inverosímiles de sus películas. Como en un matrimonio de conveniencia entre la realidad y la ficción, Hitchcock decía que luego de haber caído en el estanque, Chabrol se paró frente a él vestido de cura, y Truffaut lo hizo ataviado con un uniforme de policía. Estamos, hay que convencerse de ello, ante la esencia más típica de quien vive de contar historias: modificarlas dramáticamente, aun (y sobre todo) cuando se trata de hacerlo de manera oral, porque contra eso los contadores de historias no pueden. Inventar apoyado en lo real es una extensión de su propia concepción sobre el acto de contar. A muchos que no son escritores, pero también les gusta contar historias en rondas de tereré o de tragos, les sucede lo mismo.
El novelista Juan Carlos Onetti decía que la literatura es “mentir bien la verdad”. En el arte, mientras mejor mientas, más genuino serás. Aquí no hay espacio para la anteojera moral. Se miente para mejor decir una verdad narrativa que —si la mentira funciona— el espectador o el lector la agradecerá no menos genuinamente.