30 abr. 2025

Más conectados, menos felices

Carolina Cuenca

No me sorprenden las conclusiones de la investigación de Jean Twenge, profesora de Psicología en la Universidad de San Diego (California, EEUU), las cuales ha vertido en su libro iGen [iGeneración], acerca de los problemas que acarrea la exposición permanente de los adolescentes y jóvenes en las redes sociales, robándoles la posibilidad, muchas veces, de desarrollar contactos sociales reales.
La sicóloga habla de ansiedad, depresión y soledad de la generación que ya nació inmersa en el uso de las nuevas tecnologías. Una muy buena nota de Carmelo López Arias en ReL (www.religionenlibertad.com) se hace eco de varias de las interesantes aportaciones de Twenge. Pero a esta verdad se puede llegar también por la observación directa, con sentido común.
Los padres de hijos adolescentes que tienen acceso a los celulares podemos dar cátedra de cómo la influencia de las redes sociales y de la conexión constante a internet suscita dudas y hasta pesar en los padres que debemos tomar la decisión de poner en contacto a los chicos con el ciberespacio o no hacerlo.
“Si no se conectan dejan de existir para sus amigos”. “Si se conectan desde temprana edad desarrollan una suerte de dependencia y adicción”. "¿Y qué hay de la supervisión sobre la exposición a contenido no deseado, peligroso?”... Renunciar a estas preguntas es un paso atrás en lo conseguido por los padres en cuanto a responsabilidad educativa que tanto nos reclama la sociedad, y con justa razón, porque somos los primeros educadores de nuestros hijos.
En el fondo, la iGeneración, es decir los chicos nacidos entre 1995 y 2012, y que “son los primeros que entran en la adolescencia con una conexión virtual continua y en permanente evolución de posibilidades”, ponen en juego nuestra propia adultez.
La maduración de nuestros sentimientos, la profundización en nuestras ideas y convicciones, la utilización positiva de nuestra experiencia personal puede ser la diferencia para nuestros hijos.
No es lo mismo decir “todavía no” o “así no” a un hijo que tiene en sus padres a personas reales, no evasivas, a unos compañeros de vida, presentes, razonables, con autoridad moral, que tratar de negociar modos de uso, tiempos de uso, contenido, supervisión, etcétera, cuando se está ausente en otras áreas de vida del hijo.
Incluso, más que un modelo moralizador de vida, creo que los chicos lo que tienen hoy es una añoranza de compañía adulta transparente y veraz, aunque con límites y errores, pero solvente, que les permita ganar confianza y discernimiento para enfrentar sus propios desafíos vitales. La gratuidad del amor de los padres que, por el bien que les desean a sus hijos, son capaces de sacrificarse y también de reproponer creativamente su herencia cultural ¡es irreemplazable!
Hay un antes de las complicaciones que el celular o los otros medios tecnológicos provocan. ¿Nuestra generación tiene o no algo que enseñar, es decir “señalar como bueno y bello y verdadero” a esta generación?...
“La belleza salva al mundo”, afirmaba Dostoievski, y los primeros “salvados” de esta tentación de intentar construir el yo sin sus bases corporales, sin su misma naturaleza biológica y sensible, debemos ser nosotros los adultos. Comprender la integralidad de nuestra persona, asumir el reto de superar la fragmentación entre el pensar, el sentir, el actuar es la primera terapia que se puede proponer a los padres preocupados por la influencia del cybermundo en sus hijos.
Debemos ser capaces de reproponer la belleza de las relaciones en tiempos reales para dar alternativas desde la experiencia, aunque fuera limitada o torpe o a veces dolorosa.