A la mente humana le resulta siempre más sencillo dimensionar un problema cuando le ponemos números. En una conversación en la radio, el economista Amílcar Ferreira me hizo el favor de cuantificar la pesadilla que debe enfrentar de entrada cualquier gobierno paraguayo. Permítanme compartir esos guarismos con ustedes.
Allá por el año 2003, al inicio del gobierno de Nicanor Duarte, el Estado recaudaba alrededor de 600 millones de dólares por año, y destinaba el 67 por ciento a lo que los técnicos etiquetan como gastos rígidos, en su mayor parte salarios.
Una década más tarde, Tributación cobraba ya la friolera de 4.000 millones de dólares y destinaba a esos gastos integrados principalmente por salarios públicos ¡más del 90%!, sencillamente aterrador. Es una historia de vampirismo público.
Déjenme ponerlo en estos términos para explicarlo. En los últimos diez años pasamos de ser una economía de 6.000 millones de dólares a una de 30.000 millones. Somos un país equivalente a cinco del que éramos en el 2003.
Lo que asusta es descubrir que la mayor parte de esa riqueza generada colectivamente no se tradujo en inversiones en obras públicas ni en el mejoramiento de los servicios de salud o educación. El grueso del dinero recaudado fue a parar a la contratación de más funcionarios y al aumento de los salarios públicos.
En esa década de bonanza, el sector público tuvo un aumento salarial promedio de 15% anual. Si fuera una empresa privada, estaría indefectiblemente quebrada. Lo peor es que ese festival de aumentos no se hizo de acuerdo con la capacidad, efectividad ni formación académica de los empleados públicos, sino según la voluntad político-partidaria de nuestra abyecta clase política.
Solo por citar un ejemplo, en el IPS hay 4.000 empleados con ninguna instrucción académica, de los cuáles unos 1.800 están en áreas administrativas donde pueden ganar hasta doce millones de guaraníes. En contrapartida, para contratar un neurocirujano la previsional solo puede pagar un salario de cuatro millones y medio de guaraníes. Este monstruoso parásito explica por qué para cualquier inversión al país solo le queda endeudarse. Todas las obras públicas se financian con los impuestos que pagaremos a futuro.
La consecuencia es lo que Amílcar Ferreira llama gobiernos de baja intensidad; administraciones que tienen un escasísimo margen de maniobra y consecuentemente terminan siendo repudiados desde el segundo o tercer año de mandato.
Es un culebrón que hay que enfrentar con cabeza fría. El vampirismo público no se combate con estacas. No se puede echar a la gente que no nos sirve ni se le puede ya recortar lo que están ganado. La ley nos anula. Pero podemos hacer un corte y empezar a construir un Estado razonable desde ahora creando una carrera de la función pública. Los nuevos funcionarios que entren por concurso y con salarios acordes a su función deberán convivir por un tiempo con esa herencia vergonzosa. Pero nadie es eterno. Ni esos vampiros.