18 abr. 2024

Limpiavidrios

Luis Bareiro – @LuisBareiro

No existe el oficio de limpiavidrios, no es un servicio, ni siquiera puede entrar en la categoría de trabajo informal, es mendicidad encubierta. Y arrastra consigo todos los riesgos que trae aparejado el drama de la mendicidad: la exposición al peligro, la explotación de niños, la prostitución infantil, las adicciones y la delincuencia.

Los limpiavidrios son apenas un síntoma más de la pobreza. Y como todo síntoma se puede combatir para paliar sus efectos, pero no desaparecerá en tanto la enfermedad permanezca. No remitirá con un decreto ni con una ley ni con una bula papal.

Lo que ocurrió con un juez electoral es lo que le puede pasar a cualquiera. Quienes frecuentamos los lugares de concentración de los limpiavidrios lo sabemos. Salvo excepciones, el servicio es algo que se nos impone con prepotencia. Un chorro de agua jabonosa en el parabrisas, un rayón con el escurridor y un muchachón con cara de impaciencia esperando el pago.

O es un niño de la edad de nuestros hijos que moja el retrovisor con un trapo sucio y luego se queda con la carita pegada al vidrio, esperando, mientras nos sentimos miserables por no ser capaces de construirles algo mejor que ese presente horrible y sin la menor perspectiva de un futuro distinto.

Si la conductora es mujer la situación se agrava. La impaciencia del limpiavidrios adulto se convierte con aterradora frecuencia en violencia estática. Ella casi adivina que un “no” se traducirá en un golpe en el parabrisas, una abolladura en el auto o un escupitajo, todo eso acompañado de una ristra de insultos de connotación sexual, dignas de algún senador misógino.

A veces ni siquiera es un adulto. Del otro lado puede haber un chico cuya inocencia se fue apagando ante la indiferencia sorda de hombres y mujeres que lo ven con desconfianza desde sus vehículos, apurados siempre por llegar a alguna parte. Puede ser un adolescente apremiado por los primeros síntomas de la abstinencia, alterado por la necesidad de comprar cuanto antes otra dosis de escape, un recreo fugaz de la marginalidad.

Esos mundos colisionan inexorablemente en las esquinas. La demora del semáforo nos enfrenta. Y hay bronca y miedo y desconfianza en ambos lados. Y cada cierto tiempo, ese cóctel de sentimientos estalla en violencia. Y vemos escenas como la de ese juez con una mujer de 39 años, piel y huesos, consumida por el crac, colgada de su corbata, escupiéndole sangre y bilis.

Es fácil y cómodo etiquetarlos a todos como delincuentes o vagos de un lado, o como insensibles e inhumanos del otro. En realidad, unos y otros, todos, somos víctimas de un modelo de país que no funciona.

Probablemente podamos sacar a la fuerza a los limpiavidrios de las calles, pero aparecerán bajo otra forma de mendicidad; quizás logremos hacer más seguras las esquinas, y menos urticantes retirando a esos niños mendicantes de las calles, pero los volveremos a encontrar, porque vivimos en el mismo país, y porque ellos también son nuestros hijos.

No hay solución fácil, ni con una ordenanza ni con una moneda.

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