28 mar. 2024

La mafia del peluquín

Luis Bareiro – @LuisBareiro

Sabemos cómo funciona. Sabemos que podemos estar cruzando la calle por la cebra y apoyados en un par de muletas, que el otro puede estar borracho en el momento en que nos tire la camioneta encima, que una docena de testigos pueden corroborar nuestra versión en juicio, y que igual –a los cinco o diez años de espera, cuando finalmente haya una sentencia–, podemos terminar condenados nosotros, por obstaculizar con nuestra frágil humanidad la feliz carrera de ese beodo, y obligados a pagarle la reparación del paragolpes, en tanto seguimos con la fisioterapia y la vaga esperanza de volver a caminar.

Sabemos que es así, que no valen la contundencia de los hechos ni la fuerza de los argumentos jurídicos ni la letra de la ley.

Sabemos que lo que importa es el contacto, el abogado del otro que tiene de su lado al amigo o al pariente o al socio o a la amante del senador o del diputado, quien a su vez tiene al correligionario o al familiar en el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados o en el Consejo de la Magistratura o en la secretaría de cualquiera de esas instituciones.

Sabemos que jueces y fiscales pueden ser recusados uno tras otro sin ningún argumento razonable hasta que aparezca el que calce con el sistema, el magistrado o el agente con una causa pendiente en el Jurado, o apuntado en lista de espera para su confirmación.

Sabemos que una vez atados todos esos cabos, la definición de nuestro caso es irreversible. Poco importa de qué trate. Si somos un capo narco o un legislador que pagó a su niñera o al servicio doméstico con dinero público, o uno que hizo desaparecer millones en sus tiempos de ministro; o si es una madre que envejece esperando que el padre de sus hijos pague la prestación alimentaria o un anciano desalojado de su propiedad por el nieto desalmado o el trabajador despedido sin causa.

Si la conexión está hecha, el caso puede quedar petrificado en la morosidad ad eternum, o terminar con un fallo controversial, cuestionable o sencillamente disparatado. El nivel del absurdo dependerá exclusivamente del grado de influencia de los contactos.

Y en los pasillos donde se cuece a diario esta realidad jurídica, que nada tiene que ver con las leyes ni con la lógica ni con el sentido común, se sabe quiénes son los más influyentes. Sus nombres se repiten como un mantra, como una magia que traba o destraba expedientes, que cambia el sentido de los fallos y muta el espíritu de la ley.

Y sabemos que en esa ominosa lista uno de los nombres de mayor peso es el del senador salvado de una sanción cuasisimbólica por sus correligionarios y por colegas que tartamudean en radio intentando justificar su villanía.

Sabemos quién es y qué representa ese hombre, y ahora también sabemos quiénes están dispuestos a consentirlo.

Es bueno descubrirlo antes de las elecciones, confirmar que algunos discursos y posturas son tan falsos como el amasijo de pelos que corona la testa de su protegido.

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