Esa ha sido la palabra que usó el recién electo presidente de Francia cuando le preguntaron por qué no daba a conocer aún a los miembros de su gabinete. Macron quería personas dignas, capaces, honestas y diligentes. El electorado había enviado un potente mensaje de cambio a unos políticos que venían turnándose en el poder de signos contrarios, pero comportamientos idénticos. No querían saber más ni de gaullistas ni de socialistas, querían personas que representaran comportamientos y opciones diferentes, y así eligieron al más joven de los mandatarios que recuerde la tierra de la revolución por la “libertad, la igualdad y la fraternidad”. Los irreprochables no son seres inmaculados o extraterrestres, pero sí comprometidos con una manera distinta de entender y hacer la política.
Ahora que estamos en plan de escoger a candidatos, no sería mala idea la de buscar a los irreprochables para sustituir a quienes han venido convirtiendo a la política en una tarea inmunda y corrupta. Para eso debe el soberano estar convencido de que quiere políticos que se le parezcan en valores y no cargar penas en forma de mandatarios infieles y felones. Tiene que venir la revolución de abajo. Los mandantes deben rebelarse a los candidatos impuestos, a los del dinero que pretende comprarlo todo, a la inmunda mercadería del voto que traiciona y aniquila el porvenir de muchos. Para que surjan los irreprochables tiene que haber cansancio y agotamiento de haber elegido mal. Debe ser el resultado de una autocrítica que se levante contra la ignominia de haber sido gobernados por los peores y animarse a cambiar por los mejores. Debe ser una revolución constante contra un statu quo que acabó con la mística, el entusiasmo y el compromiso con las ideas y con los partidos. No nos tiene que gustar más lo que tenemos para rebelarnos contra la realidad que nos atosiga y atormenta. Si no somos capaces de producir ese cambio de paradigmas, los irreprochables no se acercarán a la política, y si lo hacen solo serán objeto de burlas y rechazo.
En Paraguay, la zona de confort entre sectores, entre los excluyentes y los excluidos, aún es muy grande y ni uno ni otro percibe la necesidad de cambiar. Lo están provocando, es cierto, pero todavía no es suficiente. Entre las decepciones y los cínicos se han acumulado en número quienes solo pretenden que el irreprochable siga siendo el vyro (el tonto) que habita el país equivocado. Mientras esto no cambiemos, nada cambiará.
A veces, la historia se escribe de manera extraña como en Brasil, acaso el país más desigual y violento del planeta, donde una extraña Justicia busca reparar las profundas causas de la pobreza y de la exclusión llevando a la cárcel a sus responsables públicos y privados. No se detiene ante nada. Acabaron con las mentiras del Partido de los Trabajadores y ahora van contra sus socios en la administración del poder. Entre el juez Moro y otros irreprochables están lavando con creolina la cloaca a cielo abierto del Brasil.
Necesitamos llegar a semejante hartazgo para producir la más profunda de las revoluciones paraguayas: la ética, la que acabe con el país del conformismo, la tragedia y la irreversible tendencia hacia el fracaso.