El 14 de diciembre de 1992, Estados Unidos, Canadá y México firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que entró en vigencia el 1 de enero de 1994. Constreñida entre estas dos fechas, hay otra que es harto menos conocida que aquellas: unas semanas después de la orgullosa rúbrica del acuerdo por parte de Carlos Salinas de Gortari, en Ciudad Juárez –fronteriza con los Estados Unidos– apareció el cadáver de una niña de trece años llamada Alma Chavira Farel. Había sido violada y estrangulada. Sería la primera víctima conocida de una serie de asesinatos de mujeres que veinte años después, en 2013, organismos de derechos humanos contabilizaron en 1.141.
El fondo ominoso del TLCAN no es antojadizo. En México ya existían empresas maquiladoras antes del tratado, pero con él proliferaron. La maquila es casi un invento mexicano. Casi, porque en realidad es una porción de la torta industrial que empresas norteamericanas delegan a México. No lo hacen por filantropía: además de las exenciones tributarias, el atractivo principal para las maquiladoras (dedicadas al ensamblaje de piezas) es la mano de obra barata que en los países periféricos –sobre todo en las populosas y depauperadas zonas colindantes– pueden emplear. La gran mayoría de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez eran trabajadoras explotadas de las maquiladoras. En un enclave dominado, a su vez, por los cárteles del narcotráfico: la violencia en estado puro.
En 2002, Sergio González Rodríguez publicó Huesos en el desierto, un inventario forense exasperante y un análisis de los asesinatos y su contexto social y político. El final de la amplísima mayoría de los casos ha sido la impunidad y el silencio. Ese libro precursor influiría en el escritor chileno Roberto Bolaño a la hora de escribir un capítulo de su novela póstuma 2666. En ella prefiguró una de las manifestaciones contemporáneas más aterradoras de lo que la filósofa alemana Hanna Arendt llamó la “banalidad del mal”. Esa puerilidad maligna es parte sistémica –parece decirnos Bolaño en mil páginas, pero todavía más en las referidas a los crímenes– del neoliberalismo arrollador. Lo que Arendt solo vio como constitutiva de la burocracia estatal fascista es hoy, probablemente, un fenómeno de violencia estructural extendida, en donde la mujer trabajadora es desechable; y su tortura y muerte, placeres gratuitos en el patriarcal “desierto de lo real”, según palabras de Slavoj Zizek.
Por eso Bolaño escribió sobre la íntima relación que hay entre el desecho, las mujeres y las maquiladoras como albergadoras de víctimas propiciatorias del capitalismo actual: “En el basurero en donde se encontró a la muerta no solo se acumulaban los restos de los habitantes de las casuchas, sino también los desperdicios de cada maquiladora”.