19 mar. 2024

Faulkner y los niños

Blas Brítez – @Dedalus729

El 18 de agosto de 1925, William Faulkner escribe a su madre una carta desde París, adonde llegó unos días antes, atravesando Los Alpes desde Suiza. Mora en el 26 de la rue de Servandoni. A un lado están los jardines de Luxemburgo; al otro, más lejos, la iglesia de Saint-Sulpice.

Hace ya varias semanas que Faulkner vaga por Europa. También estuvo en Italia. Ahora planea ir a ver los grandes castillos franceses antes de marcharse a Gran Bretaña. Lleva unos pocos bártulos y una máquina de escribir Corona de 1910 que, cada tanto, se descompone y hace que sus cartas tengan, repentinamente, una mezcla de máquina y pluma. Tiene 28 años. Ha publicado hace poco un libro de poemas, ha escrito una novela que no encuentra editor y en las próximas semanas se afanará en la escritura de otras dos más.

Ha descubierto, también, que necesita viajar para escribir. Conocer personas. Llega a una ciudad, se sienta en un lugar, come, bebe, mira el mundo a su alrededor y escribe. Mucho de ese material no se publicará nunca.

Ahora está feliz porque su habitación le permite trabajar mientras mira jugar a los niños en los legendarios jardines de París. Se maravilla porque los franceses traten a sus hijos —y a los niños en general— como a personas maduras. Los ve caminar y hablar y reír al mismo nivel. “Todo lo que hay en los jardines es para los niños”, se sorprende.

También va a las galerías y los museos. Le gusta el barrio de los pintores. Se lleva bien con ellos. Ayer estuvo en el Louvre, admirando a Degas y Manet. Pero la tinta de su máquina se carga más cuando cuenta a su mamá la conversación que tuvo con un pintor en una exposición “futurista, vorticista”, unos días antes de haber visto por primera vez la Venus de Milo.

El hombre le dijo a Faulkner que nunca iba a una exposición como espectador. Concedía que se pintaran cosas infames, pero no entendía que la gente fuera a verlas. Dijo —y en esto el aprendiz de más grande novelista del siglo XX estaba absolutamente de acuerdo— que antes que ver el arte moderno prefería ir a los jardines de Luxemburgo a contemplar a los niños mientras juegan con sus barcos en el agua.

En otras cartas a su madre y a una tía, Faulkner insistirá en las próximas semanas en su observación de los niños. Hablará y jugará con ellos. Informará que ha comenzado a escribir un libro de poemas infantiles, mientras almuerza pan, queso y medio litro de vino diario.

Dos años después, Faulkner escribirá a un amigo para quejarse de que el editor de su libro de poemas le debe 81 dólares. “Jamás se me ocurrió que alguien podía robar a un poeta. Es como robar a una puta o a un niño”, se quejará.

En las novelas que escribirá, los niños serán casi siempre infelices y sufrirán a los adultos.

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