28 mar. 2024

Enclosures, Parlamento y campesinos

Blas Brítez – @Dedalus729

En 1979, un sociólogo de 34 años encabezó un equipo que, luego de 533 entrevistas y más de 200 horas de grabaciones, recogió historias y datos en torno a “los miles de campesinos que enfrentaron al monte con la ilusión de una tierra para comer y vivir con dignidad”. Cuando Tomás Palau y su grupo llegaron a la región cuyo movimiento migratorio, causas y efectos estudiarían, la batalla de los campesinos contra las selvas del Este del país había terminado.

En no más de siete años, la extensión de la frontera cultivable, con su previo desmonte mediante la explotación de campesinos, posibilitó la erección de nuevas ciudades en un marco de predominancia latifundista agroganadera, impulsada desde el Estado por una colonización privada. Aquellos investigadores, dirigidos por Palau, registraron la terca agonía de grandes contingentes de campesinos, “cumplido el ciclo de limpiar el monte para el capital”. De allí en más, miles de personas comenzaron a vagar sin tierras en esa región.

En 1987, con María Victoria Heikel, Tomás Palau publicó el resultado y el análisis de aquel registro en el libro Los campesinos, el Estado y las empresas.

Hoy, la agricultura extensiva, el monocultivo y la agroexportación han convertido al Alto Paraná en el departamento que más hectáreas para la soja destina. Unas 850.000. Las multinacionales manejan el 80% de las exportaciones.

Barrington Moore Jr., en Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia, recuerda la decisiva importancia en el siglo XVIII de los enclosures, “cercamientos” de grandes extensiones de tierra, con su apropiación por parte de una aristocracia rural empresarial. Estos hicieron desaparecer al campesinado. Desaparecer suena poco traumático.

Los millares de campesinos más pobres, cuyos antepasados habían vivido de la tierra durante siglos, sobrevivieron como braceros un tiempo y los más jóvenes malvivieron en las ciudades como asalariados de la naciente Revolución Industrial. El resto languideció hasta perderse en la historia. Los enclosures fueron apoyados por el Parlamento británico que, según afirma Moore, “no eran más que un comité de señores rurales”.

La semana pasada —mientras se discutía en el Congreso un impuesto a la exportación de granos— vi en un supermercado que un kilo de tomates cuesta 13.500 guaraníes y uno de locotes, 14.000. Su cultivo no sobrepasa las 1.400 hectáreas anuales. Hay más de 3.000.000 de hectáreas de soja.

Un impuesto a la renta agroexportadora alivia, pero no cura. No ataca el modelo más que lateralmente. Aun así, la aristocracia sojera se resiste a él con lenguaje amenazante.

Elegir qué cultivar, qué comer y qué comercializar no es una cuestión impositiva. Es un asunto de soberanía cultural, alimentaria, económica y política. De ello depende la alimentación de siete millones de personas. Vale decir del sustento, de las comunidades y del medioambiente de miles de campesinos y campesinas.

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